Recorrer la célebre creación de Agustín Ibarrola, en el valle de Oma, proporciona una aventura cultural, espiritual y artística. Propia del País Vasco, una de las regiones más cultas de Europa
Para los cazadores, caminantes o extraviados forasteros que recorrían las boscosas colinas y montañas que cercan al valle de Oma, en los alrededores de Guernica, en el País Vasco, debió ser una menuda sorpresa, en los años ochenta, encontrarse de pronto, entre los altos pinos de una cumbre y sus laderas, a un hombre de boina inevitable, menudo, nervioso y de ojos incandescentes, yendo y viniendo entre el barro y la hojarasca, observando y como midiendo o interrogando el espacio entrecortado por gruesos troncos o, encaramado en lo alto de una escalerilla tarzanesca de ramas y de lianas, sumido en una profunda meditación.
Para entonces, Agustín Ibarrola había dejado ya atrás los cincuenta años, pero cada vez que trepaba a aquel monte -y lo hacía muchas veces, incluso a diario, con sol o con lluvia, de mañana, de tarde y hasta de noche, temblando pero decidido a vivir de cerca, como un indefenso primitivo, la impresión del aguacero, los truenos y los rayos en medio de la soledad y los árboles- recuperaba su juventud y su infancia y volvía a vivir una experiencia que había marcado su memoria acaso con más fuerza que ninguna otra, incluida la de los años que pasó en la cárcel por su militancia antifranquista: la visita a las cuevas vecinas de Santimamiñe y las pinturas rupestres que atestiguan la existencia de comunidades humanas en la región hace veinte mil años. Es una impresión que, descrita por él, produce cierto escalofrío, porque tiene, por encima del entusiasmo estético, algo de revelación mística o de viaje iniciático, de reencuentro mágico con los ancestros que, en los albores de la prehistoria, pintaban palotes, animales y símbolos en las rocas para expresar su indefensión, sus ilusiones y su terror. En sus peregrinaciones cotidianas, a lo largo de años, a aquellos pinares del valle de Oma, Agustín Ibarrola hacía algo más que compenetrarse en cuerpo y alma con el paisaje de su tierra y buscar en la naturaleza una fuente de inspiración para su arte: retomar el contacto aquel, ese milagroso diálogo celebrado aquella vez en las cuevas de Santimamiñe con los milenarios pobladores de la región que vivían no en la historia sino en el mito, no todavía en la razón y el conocimiento sino en el instinto y el pálpito, la magia y la adivinación.
De todo ello da testimonio feliz ese Bosque de Oma que figura entre las más célebres realizaciones de Agustín Ibarrola. Algunos lo llaman el "bosque pintado", equivocación garrafal porque esa denominación sugiere que el artista ha utilizado los árboles del pinar como una tela o una madera, una simple base para levantar sobre ella un mundo propio. Lo que allí ha conseguido realizar es más bien lo contrario: a través de una delicada y amorosa aproximación, valiéndose de unos pinceles y colores que acarician y convocan en vez de añadir, sacar a la superficie de aquellos troncos y cortezas lo que de un modo difícil de racionalizar, pero no de sentir, estaba ya implícito en ellos, una escondida espiritualidad, una esencia. Esos trazos son un llamado y una respuesta. Por eso, recorriendo este bosque, nos sentimos vistos y observados, como si los ojos que Ibarrola ha delineado sólo hubieran puesto en evidencia esos sentidos avizores, acerados, curiosos e impertinentes de sus pobladores. Esos árboles hablan, se animan, viven, lanzan mensajes, y, por supuesto, como anhelaba quien los sometió a aquella ceremonia encantatoria, nos relacionan con la lejanísima humanidad que en aquellos tiempos no se había desprendido aún del todo de la naturaleza, unos hombres y mujeres que apenas empezaban a entenderse entre ellos con gruñidos y gestos y estaban todavía más cerca del mono, el oso, el río y el árbol de lo que hoy llamamos seres humanos.
Recorrer el bosque encantado de Oma es una aventura cultural y espiritual a la vez que artística, un retorno inquietante a los orígenes de la civilización y una exploración de esa vida primaria que también alienta en nosotros por debajo de todas las capas de conocimientos, ideas, creencias, convicciones e instituciones con las que el progreso y la historia han ido vistiendo al hombre contemporáneo. Aquí, entre estos pinos, por unas horas, recobramos la desnudez primitiva, sensaciones e imágenes que debieron acompañar también a aquellos hermanos del taparrabo y el garrote cuando tronaba el cielo y unas víboras de fuego bajaban de las nubes a incendiar el bosque. Ibarrola ha conseguido con esos trazos de colores convertir a ese monte en un caleidoscopio histórico, en el que presente y pasado se confunden como una unidad indisoluble, queda abolido el tiempo y por un instante nos sobrecoge de pavor esa palabra terrible: eternidad.
Llamarlo bosque encantado sí le va de maravilla. Porque no encierra uno sino muchos espectáculos, según la perspectiva desde la cual se lo observe. Uno de sus encantos es advertir que todo lo que vemos -que creíamos ver- va transformándose y moviéndose con nosotros, cambiando de faz y de significado a medida que lo miramos de frente o al sesgo o por detrás. Lo importante es saber que los colores, las manchas y las rayas representan siempre conjuntos, unidades gregarias, como en la época de los tótems, cuando el individuo aún no existía y era sólo una pieza de la tribu. Vistos así, como unidades colectivas, despliegan mejor su gracia y fantasía: las bandadas de aves que lo cruzan, las formaciones de guerreros o cazadores que se aprestan a actuar, el estremecimiento del rayo, la fraternidad del arco iris. Por supuesto que hay otras lecturas, las que, por ejemplo, da el propio Ibarrola: el homenaje a la Mezquita de Córdoba y su bosque de columnas, los diseños geométricos que recuerdan a Malevich. Una obra artística lograda genera innumerables evocaciones, según las épocas, las culturas y las personas. A mí, los árboles del Bosque de Oma me llevaron a las grandes llanuras amazónicas, a las aldeas aguarunas y huambisas del Alto Marañón, a un pueblecito de los shapras donde vi al perro de un enemigo de la tribu encarcelado y vigilado en tanto que su dueño discurría libre y sin molestias entre sus captores. Y al museo de Rotterdam donde estuve toda una tarde perdido en la selva de planos y ángulos del universo pesadillesco de Piet Mondrian y su helada recusación de la civilización industrial.
He venido este fin de semana al País Vasco para asistir a una representación de Aída, en Bilbao, dentro del marco del ambicioso proyecto "Tutto Verdi", concebido por la Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera, atizado por el crítico Juan Ángel Vela del Campo (otro bilbaíno de pro) y apoyado con entusiasmo por el Ayuntamiento y la sociedad civil de la ciudad, que consiste en montar, a lo largo de quince años, toda la obra operística del compositor italiano, además de ciclos de conferencias, exposiciones, charlas y publicaciones. Ni en su país ni en parte alguna se va a celebrar con tanta inteligencia, buen gusto y generosidad a uno de los grandes creadores de nuestro tiempo. Casi todas las veces que he venido al País Vasco -y han sido muchas- mi visita ha sido inducida, como ésta, por un motivo de alta civilización. Para mí, esta región de España es una de las más cultas y artísticas de Europa. Me lo repito cada vez que vengo y gozo en sus museos por los que desfila la vanguardia y la pos vanguardia del planeta, y en sus festivales de cine, de jazz, de danza, de música clásica o moderna donde se puede ver y oír lo mejor de lo mejor, o en sus exquisitos restaurantes donde se degustan manjares que atraen a los golosos de medio mundo. Y cada vez he podido charlar y gozar con gente refinada, hospitalaria y cosmopolita a más no poder, enamorada de las ideas y de las artes y los libros, que, como en este almuerzo en el caserío de Agustín y Mari-luz Ibarrola, rodeados de sus hijos -uno de ellos, José, también pintor- y nietos, me han hecho sentir que, contra todas las apariencias, el mundo es bueno y sano y la vida vale la pena de ser vivida.
Y cada vez me pregunto, apenas subo al coche que me regresa a Madrid y que pronto comenzará a escalar los montes arbolados hacia la meseta castellana: "¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que este admirable, hermoso, cultivado país, el de Chillida, el de Ibarrola, el de Unamuno, el de Baroja, el de Savater, el de Jon Juaristi, el del "Tutto Verdi", el del Bosque de Oma, sea también ciudadela del nacionalismo, la más anacrónica y oscurantista ideología de nuestro tiempo? ¿Y cómo explicarse que a la vez que produce tantas cosas bellas y sensatas, genere aberraciones horribles como esos comandos terroristas de ETA, que matan, ponen bombas y siembran odio y miedo a su alrededor, y que han atacado ya en varias oportunidades el Bosque Encantado destruyendo con hachas decenas de pinos y pintarrajeando centenares de otros con espumarajos retóricos que piden la muerte para su creador?". No tiene explicación plausible. Es uno de esos pavorosos enigmas que Georges Bataille señaló tan bien cuando dijo que en el ser humano los peores antagonismos se conjugan y funden.
© Mario Vargas Llosa, 2007. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2007.
Para entonces, Agustín Ibarrola había dejado ya atrás los cincuenta años, pero cada vez que trepaba a aquel monte -y lo hacía muchas veces, incluso a diario, con sol o con lluvia, de mañana, de tarde y hasta de noche, temblando pero decidido a vivir de cerca, como un indefenso primitivo, la impresión del aguacero, los truenos y los rayos en medio de la soledad y los árboles- recuperaba su juventud y su infancia y volvía a vivir una experiencia que había marcado su memoria acaso con más fuerza que ninguna otra, incluida la de los años que pasó en la cárcel por su militancia antifranquista: la visita a las cuevas vecinas de Santimamiñe y las pinturas rupestres que atestiguan la existencia de comunidades humanas en la región hace veinte mil años. Es una impresión que, descrita por él, produce cierto escalofrío, porque tiene, por encima del entusiasmo estético, algo de revelación mística o de viaje iniciático, de reencuentro mágico con los ancestros que, en los albores de la prehistoria, pintaban palotes, animales y símbolos en las rocas para expresar su indefensión, sus ilusiones y su terror. En sus peregrinaciones cotidianas, a lo largo de años, a aquellos pinares del valle de Oma, Agustín Ibarrola hacía algo más que compenetrarse en cuerpo y alma con el paisaje de su tierra y buscar en la naturaleza una fuente de inspiración para su arte: retomar el contacto aquel, ese milagroso diálogo celebrado aquella vez en las cuevas de Santimamiñe con los milenarios pobladores de la región que vivían no en la historia sino en el mito, no todavía en la razón y el conocimiento sino en el instinto y el pálpito, la magia y la adivinación.
De todo ello da testimonio feliz ese Bosque de Oma que figura entre las más célebres realizaciones de Agustín Ibarrola. Algunos lo llaman el "bosque pintado", equivocación garrafal porque esa denominación sugiere que el artista ha utilizado los árboles del pinar como una tela o una madera, una simple base para levantar sobre ella un mundo propio. Lo que allí ha conseguido realizar es más bien lo contrario: a través de una delicada y amorosa aproximación, valiéndose de unos pinceles y colores que acarician y convocan en vez de añadir, sacar a la superficie de aquellos troncos y cortezas lo que de un modo difícil de racionalizar, pero no de sentir, estaba ya implícito en ellos, una escondida espiritualidad, una esencia. Esos trazos son un llamado y una respuesta. Por eso, recorriendo este bosque, nos sentimos vistos y observados, como si los ojos que Ibarrola ha delineado sólo hubieran puesto en evidencia esos sentidos avizores, acerados, curiosos e impertinentes de sus pobladores. Esos árboles hablan, se animan, viven, lanzan mensajes, y, por supuesto, como anhelaba quien los sometió a aquella ceremonia encantatoria, nos relacionan con la lejanísima humanidad que en aquellos tiempos no se había desprendido aún del todo de la naturaleza, unos hombres y mujeres que apenas empezaban a entenderse entre ellos con gruñidos y gestos y estaban todavía más cerca del mono, el oso, el río y el árbol de lo que hoy llamamos seres humanos.
Recorrer el bosque encantado de Oma es una aventura cultural y espiritual a la vez que artística, un retorno inquietante a los orígenes de la civilización y una exploración de esa vida primaria que también alienta en nosotros por debajo de todas las capas de conocimientos, ideas, creencias, convicciones e instituciones con las que el progreso y la historia han ido vistiendo al hombre contemporáneo. Aquí, entre estos pinos, por unas horas, recobramos la desnudez primitiva, sensaciones e imágenes que debieron acompañar también a aquellos hermanos del taparrabo y el garrote cuando tronaba el cielo y unas víboras de fuego bajaban de las nubes a incendiar el bosque. Ibarrola ha conseguido con esos trazos de colores convertir a ese monte en un caleidoscopio histórico, en el que presente y pasado se confunden como una unidad indisoluble, queda abolido el tiempo y por un instante nos sobrecoge de pavor esa palabra terrible: eternidad.
Llamarlo bosque encantado sí le va de maravilla. Porque no encierra uno sino muchos espectáculos, según la perspectiva desde la cual se lo observe. Uno de sus encantos es advertir que todo lo que vemos -que creíamos ver- va transformándose y moviéndose con nosotros, cambiando de faz y de significado a medida que lo miramos de frente o al sesgo o por detrás. Lo importante es saber que los colores, las manchas y las rayas representan siempre conjuntos, unidades gregarias, como en la época de los tótems, cuando el individuo aún no existía y era sólo una pieza de la tribu. Vistos así, como unidades colectivas, despliegan mejor su gracia y fantasía: las bandadas de aves que lo cruzan, las formaciones de guerreros o cazadores que se aprestan a actuar, el estremecimiento del rayo, la fraternidad del arco iris. Por supuesto que hay otras lecturas, las que, por ejemplo, da el propio Ibarrola: el homenaje a la Mezquita de Córdoba y su bosque de columnas, los diseños geométricos que recuerdan a Malevich. Una obra artística lograda genera innumerables evocaciones, según las épocas, las culturas y las personas. A mí, los árboles del Bosque de Oma me llevaron a las grandes llanuras amazónicas, a las aldeas aguarunas y huambisas del Alto Marañón, a un pueblecito de los shapras donde vi al perro de un enemigo de la tribu encarcelado y vigilado en tanto que su dueño discurría libre y sin molestias entre sus captores. Y al museo de Rotterdam donde estuve toda una tarde perdido en la selva de planos y ángulos del universo pesadillesco de Piet Mondrian y su helada recusación de la civilización industrial.
He venido este fin de semana al País Vasco para asistir a una representación de Aída, en Bilbao, dentro del marco del ambicioso proyecto "Tutto Verdi", concebido por la Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera, atizado por el crítico Juan Ángel Vela del Campo (otro bilbaíno de pro) y apoyado con entusiasmo por el Ayuntamiento y la sociedad civil de la ciudad, que consiste en montar, a lo largo de quince años, toda la obra operística del compositor italiano, además de ciclos de conferencias, exposiciones, charlas y publicaciones. Ni en su país ni en parte alguna se va a celebrar con tanta inteligencia, buen gusto y generosidad a uno de los grandes creadores de nuestro tiempo. Casi todas las veces que he venido al País Vasco -y han sido muchas- mi visita ha sido inducida, como ésta, por un motivo de alta civilización. Para mí, esta región de España es una de las más cultas y artísticas de Europa. Me lo repito cada vez que vengo y gozo en sus museos por los que desfila la vanguardia y la pos vanguardia del planeta, y en sus festivales de cine, de jazz, de danza, de música clásica o moderna donde se puede ver y oír lo mejor de lo mejor, o en sus exquisitos restaurantes donde se degustan manjares que atraen a los golosos de medio mundo. Y cada vez he podido charlar y gozar con gente refinada, hospitalaria y cosmopolita a más no poder, enamorada de las ideas y de las artes y los libros, que, como en este almuerzo en el caserío de Agustín y Mari-luz Ibarrola, rodeados de sus hijos -uno de ellos, José, también pintor- y nietos, me han hecho sentir que, contra todas las apariencias, el mundo es bueno y sano y la vida vale la pena de ser vivida.
Y cada vez me pregunto, apenas subo al coche que me regresa a Madrid y que pronto comenzará a escalar los montes arbolados hacia la meseta castellana: "¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que este admirable, hermoso, cultivado país, el de Chillida, el de Ibarrola, el de Unamuno, el de Baroja, el de Savater, el de Jon Juaristi, el del "Tutto Verdi", el del Bosque de Oma, sea también ciudadela del nacionalismo, la más anacrónica y oscurantista ideología de nuestro tiempo? ¿Y cómo explicarse que a la vez que produce tantas cosas bellas y sensatas, genere aberraciones horribles como esos comandos terroristas de ETA, que matan, ponen bombas y siembran odio y miedo a su alrededor, y que han atacado ya en varias oportunidades el Bosque Encantado destruyendo con hachas decenas de pinos y pintarrajeando centenares de otros con espumarajos retóricos que piden la muerte para su creador?". No tiene explicación plausible. Es uno de esos pavorosos enigmas que Georges Bataille señaló tan bien cuando dijo que en el ser humano los peores antagonismos se conjugan y funden.
© Mario Vargas Llosa, 2007. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2007.
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