domingo, 19 de octubre de 2008

Todos somos liberales

Por Mario Vargas Llosa

La palabra de moda en América Latina es liberal. Se la oye por todas partes, aplicada a los políticos y a las políticas más disímiles. Pasa con ella lo que, en los sesenta, con las palabra socialista y social, a las que todos los políticos y los intelectuales se arrimaban, pues, lejos de ellas, se sentían en la condición de dinosaurios ideológicos. El resultado fue que corno todos eran socialistas o, por lo menos, sociales —socialdemócratas, social cristianos, social progresistas— aquellas palabras se cargaron de imprecisión. Representaban tal mezcolanza de ideas, actitudes y porqués que dejaron de tener una significación precisa y se volvieron estereotipos que adornaban las solapas oportunistas de gentes y partidos empeñados en “no perder el tren de la historia” (según la metáfora ferrocarrilera de Trotsky).

Hoy se llama liberal a la política de Collor de Mello, que puso a la economía brasileña más trabas que púas tiene un puercoespín, y a la de Salinas de Gortari, que ha destrabado la de México, sí, pero preside un régimen seudodemocrático en el que el partido gobernante perfeccionó a tales extremos sus técnicas para perpetuarse en el poder que, por lo visto, ya ni siquiera necesita amañar las elecciones para ganarlas. Si creemos a los medios de comunicación, son liberales los gobiernos de Menem en Argentina y de Paz Zamora en Bolivia, el de Carlos Andrés Pérez en Venezuela y el de Violeta Chamorro en Nicaragua y así sucesivamente. Todos somos liberales, pues. Lo que equivale a nadie es liberal. Para algunos, liberal y liberalismo tienen una exclusiva connotación económica y se asocian a la idea del mercado y la competencia. Para otros es una manera educada de decir conservador, e incluso troglodita. Muchos no tienen la menor sospecha de lo que se trata, pero comprenden, eso sí, que son palabras de fogosa actualidad política, que hay, por tanto, que emplear (exactamente como en los cincuenta había que hablar de compromiso; en los sesenta, de alineación; en los setenta, de estructura, y en los ochenta de perestroika).

Si uno quiere ser entendido cada vez que emplea los vocablos liberal y liberalismo conviene que los acompañe de un predicado especificando qué pretende decir al decirlos. Ello es necesario para salir al fin del embrollo político-lingüístico en el que hemos vivido gran parte de nuestra vida independiente. Y porque América Latina tiene, una vez más, la posibilidad de enmendar el rumbo y —aunque ello suene a frase hecha— convertirse en un continente de países que prosperan porque han hecho suya la cultura de la libertad. Esto es ahora menos imposible que hace unos años, porque el rechazo a las dictaduras y al utopismo revolucionario ha echado raíces en amplios sectores, que ven en los regímenes civiles, la libertad de prensa y las elecciones, la mejor defensa contra los abusos a los derechos humanos, la censura, las desapariciones, el terrorismo revolucionario o del Estado, la simple preponderancia de quienes mandan y la mejor esperanza de bienestar.

Pero la democracia política no garantiza la prosperidad. Y cuando, como ocurre en la mayoría de los países latinoamericanos, coexiste con economías semiestatizadas, intervenidas por todas clases de controles, donde proliferan el rentismo, las prácticas monopólicas y el nacionalismo económico —esa versión mercantilista del capitalismo que es la única que han conocido nuestros pueblos— ella puede significar más pobreza, discriminación y atraso de los que trajeron las dictaduras, Para que, además de la libertad política que tenemos, nuestras flamantes democracias nos traigan también justicia y progreso —oportunidades para todos y gran movilidad social— necesitamos una reforma que reconstruya desde sus cimientos nuestras instituciones, nuestras ideas y nuestras costumbres. Una reforma no socialista, ni socialdemócrata, ni socialcristiana, sino liberal. Y la primera condición para que ello pueda ser realidad es tener claro qué aleja o aproxima a ésta, de aquellas opciones.

Las primeras lecciones de liberalismo yo las recibí de mi abuelita Carmen y mi tía abuela Elvira, con quienes pasé mi infancia. Cuando ellas decían de alguien que era un liberal, lo decían con un retintín de alarma y de admonición. Querían decir con ello que esa persona era demasiado flexible en cuestiones de religión y de moral, alguien que, por ejemplo encontraba lo más normal del mundo divorciarse y recasarse, leer las novelas de Vargas Vila y hasta declararse libre pensador. La suya era una versión más restringida, latinoamericana y decimonónica de lo que es un liberal. Porque los liberales del siglo XIX, en América Latina, fueron individuos y partidos que se enfrentaban a los llamados conservadores en nombre del laicismo. Combatían la religión de Estado y querían restringir el poder político y a veces económico de la Iglesia, en nombre de un abanico de mentores Ideológicos —desde Rosseau y Montesquieu hasta los jacobinos— y enarbolaban las banderas de la libertad de pensamiento y de creencia, de la cultura laica, contra el dogmatismo y el oscurantismo de la ortodoxia religiosa.

Hoy podemos damos cuenta que, en esa batalla de casi un siglo, tanto liberales como conservadores quedaron entrampados en un conflicto monotemático excéntrico a los grandes problemas: ser adversarios o defensores de la religión católica Así contribuyeron decisivamente a desnaturalizar las palabras, las doctrinas y valores implícitos a ellas con que vestía sus acciones políticas. En muchos casos excluido el tema de la religión, conservadores y liberales fueron índiferenciables en todo lo demás y, principalmente, en sus políticas económicas, la organización del Estado, la naturaleza de las instituciones y la centralización del poder (que ambos fortalecieron de manera sistemática siempre). Por eso, aunque en esas guerras interminables, en ciertos países ganaron los unos y en otros los otros, el resultado fue más o menos similar: un gran fracaso nacional. En Colombia, los conservadores derrotaron a los liberales. Y en Venezuela estos a aquellos y eso significó que la Iglesia católica ha tenido en este último país menos influencia política y social que en aquél. Pero en todo lo demás, el resultado no produjo mayores beneficios sociales ni económicos ni a unos ni a otros, cuyo atraso y empobrecimiento fueron muy semejantes (hasta la explotación del petróleo en Venezuela, claro está).

Y la razón de ello es que los liberales y conservadores latinoamericanos fueron ambos tenaces practicantes de esa versión arcaica —la oligárquica y mercantilista— del capitalismo, a la que, precisamente, la gran revolución liberal europea transformó de raíz. Al extremo de que, en muchos países, como el Perú, fueron los conservadores, no los liberales, quienes dieron las medidas de mayor apertura y libertad, en tanto que en la economía estos practicaron el intervencionismo y el estatismo.

Lo cierto es que el pensamiento liberal estuvo siempre contra el dogma —contra todos los dogmas, incluido el dogmatismo de ciertos liberales— pero no contra la religión católica ni ninguna otra y que más bien la gran mayoría de filósofos y pensadores del liberalismo fueron y son creyentes y practicantes de alguna religión. Pero si se opusieron siempre a que, identificada con el Estado, la religión se volviera obligatoria: es decir, que se privara al ciudadano de aquello que para el liberalismo es el más preciado bien: la libre elección. Ella está en la raíz del pensamiento liberal, así como el individualismo, la defensa del Individuo singular de ese espacio autónomo de la persona para decidir sus actos y creencias que se llama soberanía, contra los abusos y vejámenes que pueda sufrir de parte de otros individuos o de parte del Estado, monstruo abstracto al que el liberalismo, premonitoriamente, desde el siglo XVIII señaló como el gran enemigo potencial de la libertad humana al que era imperioso limitar en todas sus Instancias para que no se convirtiera en un Moloch devorador de las energías y movimientos de cada ciudadano.

Si la preocupación respecto al dogmatismo religioso ha quedado anticuada desde una perspectiva latinoamericana, en la que un laicismo que no dice su nombre avanza a grandes zancadas desde hace décadas, la crítica del Estado grande como fuente de injusticia e ineficiencla de la doctrina liberal tiene en nuestros países vigencia dramática. Unos más, unos menos, todos padecen un gigantismo estatal del que han sido tan responsables nuestros llamados liberales como los conservadores. todos contribuyeron a hacerlo crecer, extendiendo sus funciones y atribuciones, cada vez que llegaban al gobierno, porque, de ese modo, pagaban a su clientela, podían distribuir prebendas y privilegios, y, en una palabra, acumulaban más poder.

De ese fenómeno han resultado muchas de las trabas para la modernización de América Latina: el reglamentarismo asfixiante, esa cultura del trámite que distrae esfuerzos e inventivas que deberían volcarse en crear y producir, la inflación burocrática que ha convertido a nuestras instituciones en paquidermos ineficientes y a menudo corrompidos; esos vastos sectores públicos expropiados a la sociedad civil y preservados de la competencia, que drenan inmensos recursos a la sociedad, pues sobreviven gracias a cuantiosos subsidios y son el origen del crónico déficit fiscal y su correlato: la Inflación.

El liberalismo está contra todo eso, pero no está contra el Estado, y en eso se diferencia del anarquismo, que quisiera acabar con aquél. Por el contrario, los liberales que no sólo aspiran a que sobrevivan los estados sino a que ellos sean Io que precisamente no son en América Latina: fuertes, capaces de hacer cumplir las leyes y de prestar aquellos servicios, como administrar Justicia y preservar el orden público, que les son inherentes. Porque existe una verdad poco menos que axiomática —muy difícil de entender en países de tradición centralista y mercantilista: que mientras más grande es el Estado, es más débil, más corrupto y menos eficaz.

Es lo que pasa entre nosotros. El Estado se ha arrogado toda clase de tareas, muchas de las cuales estarían mejor en manos particulares, como crear riqueza o proveer seguridad social. Para ello ha tenido que establecer monopolios y controles que desalientan la iniciativa creadora del individuo y desplazan el eje de la vida económica del productor al funcionario, alguien que, dando autorizaciones y firmando decretos, enriquece, arruina o mantiene estancadas a las empresas. Este sistema enerva la creación de riqueza, pues lleva al empresario a concentrar sus esfuerzos en obtener prebendas de poder político, a corromperlo o aliarse con él, en vez de servir al consumidor. Pero además, el mercantilismo provoca una progresiva pérdida de legitimidad de ese Estado al que el grueso de la población percibe como una fuente continua de discriminación o Injusticia.

Este es el motivo de la creciente informalización de la vida y de la economía que experimentan todos nuestros países. Si la legalidad se convierte en una maquinaria para beneficiar a unos y discriminar a otros. Si solo el poder económico o el político garantizan el acceso al mercado formal, es lógico que quienes no tienen ni uno ni otro trabajen al margen de las leyes y produzcan y comercien fuera de ese exclusivo club de privilegiados que es el orden legal. Las economías Informales parecieron durante mucho tiempo un problema No lo son, sino, más bien, una solución primitiva y salvaje, pero una solución, al verdadero problema; el mercantilismo, esa forma atrofiada del capitalismo, resultante del sobredimensionamiento estatal. Esas economías informales son la primera forma —y es significativo que sean una creación de los marginados y pobres— aparecida en nuestros países de una economía de libre competencia y de un capitalismo popular.

Este es el más arduo reto de la opción liberal en América Latina: adelgazar drásticamente al Estado, ya que ésta es la más rápida manera de tecnificarlo y de moralizarlo. No solo se trata de privatizar las empresas públicas devolviéndolas a la sociedad civil; de poner fin al reglamentarismo kafkiano y a los controles paralizantes y al régimen de subsidios y de concesiones monopólicas y, en una palabra, de crear economías de mercado de reglas claras y equitativas, en las que el éxito y el fracaso no dependen del burócrata, sino del consumidor. Se trata, sobre todo, de desestatizar unas mentalidades acostumbradas por la práctica de siglos —pues esta tradición se remonta hasta los Imperios prehispánicos colectivistas en los que el individuo era una sumisa función en el engranaje Inalterable de la sociedad— a esperar de algo o de alguien —el emperador, el rey, el caudillo o el gobierno— la solución de sus problemas, una solución que tuvo siempre la forma de la dádiva.

Sin esa desestatización de la cultura y la psicología, el liberalismo será letra muerta en nuestros países.

Debemos recobrar una independencia mental que hemos venido perdiendo a causa del parasitismo y de la pasividad que engendran las prácticas mercantilistas. Solo cuando a esta actitud la remplace el convencimiento de que la solución de los problemas básicos es, ante todo, responsabilidad propia, reto al esfuerzo y la creatividad de cada cual, la opción liberal habrá echado raíces hondas y comenzará a ser cierta la revolución de la libertad en América Latina.

sábado, 21 de junio de 2008

Las lecciones de los pobres

Cuatro empresarios de países del Tercer Mundo demuestran que la pobreza es derrotable con trabajo, propiedad privada, mercado y libertad. El libro 'Lessons from de Poor' cuenta sus casos


Cuando murió su padre, Aquilino Flores tenía 12 años y sabía que su tierra, Huancavelica, uno de los departamentos más pobres de la sierra peruana, no le depararía más futuro que la inseguridad y el hambre en que había vivido desde que nació.

Entonces, como millares de sus comprovincianos, emigró a Lima. Allí empezó a ganarse la vida lavando autos en los alrededores del Mercado Central. Era un muchacho simpático y trabajador y, un día, el dueño de uno de los carros que lavaba, le propuso que le vendiera algunos de los polos que fabricaba en su taller informal. Le dio 20 y le dijo que se tomara todo el tiempo que le hiciera falta. Pero Aquilino vendió las 20 camisetas en un solo día. De este modo, antes de haber alcanzado la adolescencia, pasó de lavador de autos a vendedor ambulante de ropa en el centro de la Lima colonial.

No tenía casi instrucción pero era empeñoso, inteligente y con una intuición casi milagrosa para identificar los gustos del público consumidor. Un día le preguntó a su proveedor de polos si se los podía confeccionar con figuritas de colores, que eran los preferidos de sus clientes. Y como aquél no fabricaba ropas estampadas, Aquilino subcontrató a un tintorero informal para que añadiera adornos e imágenes a las camisetas que vendía. A veces, él mismo le sugería los diseños y colores.

Como el negocio funcionaba bien, Aquilino se trajo de Huancavelica a sus hermanos Manuel, Carlos, Marcos y Armando y los puso a trabajar con él. De vendedores ambulantes pasaron luego a ser comerciantes estables en el Mercado Central. Para conseguir los mejores sitios del local, estaban allí a las cuatro y media de la madrugada y no se movían de sus mostradores hasta el anochecer.

De intermediarios y vendedores, se convirtieron después en productores. Comenzaron con una máquina de coser en un garaje, luego otra, otra y muchas más.

El gran salto del negocio artesanal de Aquilino Flores comenzó el día en que un comerciante de Desaguadero, la ciudad fronteriza entre Perú y Bolivia y paraíso del contrabando y la economía informal, le hizo un pedido de ¡10.000 dólares de camisetas con dibujitos de colores! Aquilino tuvo una especie de vértigo. Pero él nunca le había escurrido el bulto a un desafío y aceptó el reto. De inmediato, subcontrató a todos los talleres de confección del barrio y trabajando a marchas forzadas llegó a entregar los 10.000 dólares de polos en los plazos prometidos. Desde entonces, la familia Flores se dedicó, además de vender, a producir ropas para los peruanos de bajos ingresos y a distribuir sus mercancías ya no sólo en Lima sino por provincias y a exportarlas al extranjero.

Cuarenta años después de su llegada a Lima con una mano atrás y otra adelante el ex lavador de autos y ex vendedor callejero es el dueño de Topitop, el más importante empresario textil del Perú, que tiene ventas anuales de más de 100 millones de dólares y que da empleo directo a unas 5.000 personas (dos tercios de ellas mujeres) e indirecto a unas 30.000. Cuenta con 35 almacenes en el Perú, tres en Venezuela, varias fábricas y un próspero sistema de tarjetas de crédito para el consumo en sociedad con un banco local. Sigue siendo un hombre sencillo, orgulloso de sus orígenes humildes, que trabaja siempre unas 12 horas diarias y los siete días de la semana. Sus hijos, a diferencia suya, han estudiado en las mejores universidades y contribuido como profesionales a la formalización y modernización de sus empresas, un modelo en su género y no sólo en el Perú.

Tomo todos estos datos sobre Aquilino Flores y Topitop de un penetrante estudio del economista Daniel Córdova y un equipo de colaboradores que aparece en un libro recién publicado en los Estados Unidos: Lessons from the Poor (Lecciones de los pobres), editado por Álvaro Vargas Llosa para The Independent Institute, una fundación que promueve la cultura liberal. En él se estudian cuatro casos de empresas y los clubes de trueque que surgieron en Argentina durante la crisis financiera del año 2001-2002. Las empresas, dos de América Latina y dos de África, que, como las de los Flores, nacieron sin capital alguno, por iniciativa de gentes muy humildes y de educación precaria, y que, a base de esfuerzo, perseverancia, intuición y astuto aprovechamiento de las condiciones del mercado, consiguieron crecer hasta convertirse en poderosos conglomerados que hoy operan en el mundo entero dando empleo a decenas de miles de familias y contribuyen así al progreso de sus países. Es un libro estimulante y práctico que muestra, con pruebas palpables, que la pobreza es derrotable para quienes tienen ojos para ver y conciencia para aprender de los buenos ejemplos.

Lo extraordinario de estas cinco historias es que todas estas empresas salieron adelante a pesar de operar en unos contextos sociales y políticos hostiles al mercado libre y a la empresa privada, envenenados de populismo, intervencionismo estatal y corrupción, donde la propiedad privada era atropellada con frecuencia y las reglas de juego de la vida económica cambiaban todo el tiempo según el capricho de unos gobiernos demagógicos e ineptos.

Lo que muestra esta investigación es que la necesidad y la voluntad de vivir de los pobres son capaces a veces de superar todos los obstáculos que, en los países del tercer mundo, levantan contra la iniciativa individual y la libertad el estatismo, el nacionalismo económico, el colectivismo y otras ideologías anti-mercado. Y que la falta de capital y de formación profesional pueden en casos extremos ser compensadas por la experiencia práctica y el esfuerzo. Si los Flores y los Añaños en el Perú, si la cadena de supermercados Nakamatt en Kenia y las empresas de diseño industrial Adire de Nigeria -los cuatro casos investigados en el libro- alcanzaron, pese a tantos escollos y dificultades que encontraron, la prosperidad de que ahora gozan, no es difícil imaginar lo que ocurriría si los pobres del tercer mundo pudieran trabajar en un contexto propicio, que alentara el espíritu empresarial en vez de asfixiarlo con el reglamentarismo y la tributación confiscatoria y, en vez de inseguridad jurídica, sus comerciantes, artesanos e industriales contaran con reglas de juego estables, claras y equitativas.

Otra de las enseñanzas de esta investigación es que la mejor ayuda que pueden prestar los países desarrollados y los organismos financieros internacionales para combatir la pobreza y el subdesarrollo no son las dádivas ni los subsidios que, en contra de los generosos propósitos que los animan, sirven para embotar la iniciativa y crear actitudes pasivas, de dependencia y parasitismo, y estimular la corrupción, sino crear las condiciones de libertad y competencia que permitan a los pobres trabajar y valerse de sus propios medios para mejorar sus condiciones de vida y progresar. Abrir los mercados que ahora tienen cerrados a los productos que proceden de los países subdesarrollados es, según todos los economistas que escriben en Lessons from the poor, la mejor ayuda posible que los países ricos pueden dar para impulsar el desarrollo en África y América Latina, las dos regiones más atrasadas del mundo, pues en Asia, con excepción de satrapías como Myanmar, ya parece haber despegado.

Los pobres saben mejor que nadie, porque lo han aprendido en carne propia, que no son los Estados ineficientes del tercer mundo, paralizados por el cáncer de la burocracia y roídos por la ineficiencia, los tráficos delictuosos, el amiguismo y otras taras, quienes los sacarán de la pobreza. Saben, como Aquilino Flores cuando se rompía los lomos lavando autos o trotando por las calles de Lima vendiendo camisetas, que su supervivencia dependía sólo de su ingenio, su trabajo y su voluntad de superación. Esa energía puede mover montañas, a condición de que no se agote y esterilice luchando contra artificiales obstáculos que vienen siempre de la intromisión estatal. Los héroes civiles cuyas hazañas describen los estudios de este libro son un ejemplo vivo de que la pobreza en la que viven cientos de millones de personas todavía en el mundo no es una fatalidad irredimible sino un mal que puede ser combatido y vencido con unas armas cuya divisa cabe en cuatro palabras: trabajo, propiedad privada, mercado y libertad.


© Mario Vargas Llosa, 2008. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2008.

jueves, 22 de mayo de 2008

Obama en los infiernos

El candidato demócrata se enfrenta a la guerra sucia desatada por Hillary Clinton. La senadora prefiere que gane el republicano McCain, para así tener ella una nueva oportunidad en 2012

Cuando la senadora Hillary Clinton comprendió que era ya poco menos que imposible para ella ganar la designación como candidata a la presidencia por el Partido Demócrata, pues su rival, el senador Barack Obama, le llevaba una ventaja en votos, delegados y Estados que no alcanzaría a igualar, recurrió, como suelen hacer los políticos, a las armas prohibidas. En este caso, el tema racial. Y dijo, ante la prensa, que lo que las elecciones primarias venían demostrando hasta ahora era que a ella la preferían los electores de la "América blanca".

Aunque le llovieron las críticas por resucitar un asunto tan ominoso y explosivo en un país como los Estados Unidos -el propio The New York Times, que ha respaldado su candidatura, la censuró en un editorial- el vedado recurso dio, por lo menos en apariencia, buenos resultados: el 13 de mayo, en las primarias de Virginia Occidental, el Estado más "blanco" del país, Hillary obtuvo una arrolladora victoria con más de cien mil votos sobre su contendiente. Se trata de un triunfo llamativo pero insignificante en términos prácticos, porque, debido a su escasa población, Virginia Occidental tiene muy pocos delegados, y Obama sigue conquistando superdelegados entre los independientes e, incluso, algunos que habían prometido su apoyo a la senadora se lo han retirado para dárselo a él. Y en estos últimos días, John Edwards, que fue precandidato presidencial en estas primarias y que había sido afanosamente solicitado por los dos contendientes, se decidió también por Obama. Su apoyo es importante pues Edwards tiene influencia en el medio obrero y sindical, donde la senadora Clinton es muy popular.

Pero, aunque, como señalan los analistas, ocurra lo que ocurra en las tres elecciones primarias -de cinco pequeños Estados- que aún faltan a los demócratas, el senador Obama parece tener asegurada la candidatura, la fea operación de contornos racistas lanzada por Hillary Clinton puede tener siniestras consecuencias en la futura campaña presidencial entre Obama y McCain, convirtiéndola en un enfrentamiento entre la América "blanca" y la América "negra". No tiene que ocurrir, pero hay indicios alarmantes. Todas las encuestas hechas desde que la senadora se proclamó la favorita de los "blancos" indican que un número creciente de estadounidenses declara ahora que el tema racial o étnico ha pasado a ser importante para ellos en sus preferencias electorales. Lo que significa un serio revés para Barack Obama, que había hecho de la solidaridad entre las diferentes razas, tradiciones, creencias, convicciones y costumbres uno de los puntales de su prédica desde el inicio de su campaña.

Hillary Clinton no es una racista, desde luego. Es un animal político, frío, tenaz, inteligente y sin escrúpulos. Con la misma glacial serenidad y destreza con que supo salir airosa de los escándalos y humillaciones a que la sometió su marido en los comienzos de su Gobierno, ha continuado su campaña, sin perder la sonrisa y el ánimo, mientras era derrotada una y otra vez por un adversario que, según todas las encuestas, es preferido por los jóvenes, los profesionales, los empresarios, los universitarios y, en resumen, por los sectores más modernos, cultos y liberales de la sociedad norteamericana, dejándole a ella los más incultos, primitivos y provincianos.

Antes de la operación racial, su campaña lanzó ya otra de guerra sucia -de índole machista- que no prosperó. Consistía en presentar a la senadora como el verdadero "macho", el auténtico líder viril en la contienda, alguien a quien su propio jefe de campaña bautizó en Illinois como "el candidato testicular". Obama, en cambio, sería el débil, el blando, el indeciso, el -horror de horrores- intelectual, alguien a quien sería riesgoso y suicida confiar la primera magistratura en caso de un conflicto bélico. Los avisos pagados de Hillary presentaban a la senadora en una actitud marcial y beligerante, con la siguiente interrogación: "¿A quién preferiría usted como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos?". Y al lado de la senadora languidecía un esmirriado y subsumido Obama con una cara de vacilante y asustado. Pero esta tentativa denigratoria no tuvo mayor efecto.

Entonces, la senadora, en uno de esos gestos audaces que la caracterizan, decidió que, como ya no era realista pensar en su nominación, sí era posible, en cambio, contribuir a la futura derrota de su rival en las elecciones presidenciales de noviembre frente al republicano McCain. No se trata de una venganza personal, nacida de la frustración, sino de un sencillo cálculo matemático de un político de alto vuelo. Si Hillary Clinton aspira a ser la candidata de los demócratas a la Presidencia en el año 2012, es preciso que en estos comicios el ganador sea un republicano y no un demócrata. Pues si es Obama el próximo presidente, la senadora vería cerradas las puertas de su candidatura a la Casa Blanca hasta el año 2016, ya muy tarde para ella. Nada de esto se puede exhibir a la luz pública, pero sí enviando indirectos mensajes a la subconciencia y los prejuicios instintivos del electorado. Según los sondeos últimos, un 50% de los partidarios demócratas de Hillary Clinton en Virginia Occidental afirmaron que no votarán por Obama para presidente: si es el candidato se abstendrán de votar o lo harán por McCain.

Al mismo tiempo que la senadora envenenaba la campaña de racismo, el candidato republicano iniciaba su propia guerra sucia, utilizando otro ingrediente explosivo para desacreditar a su casi seguro rival en las elecciones de noviembre. En una conferencia de prensa decía que, entre él y Obama, el verdadero amigo de Israel era el senador McCain. ¿No lo demostraba el hecho de que el líder de la organización terrorista Hamás hubiera dicho que simpatizaba con la candidatura de Barack Obama?

De este modo, una especie que había circulado, sin mayor eficacia, hace algunos meses, resucitaba y volvía a ocupar los primeros planos del debate electoral: Obama, un musulmán emboscado (pues su padre lo fue), un amigo de los palestinos y, por lo tanto, potencialmente, un presidente que daría la espalda a Israel, el mejor aliado de los Estados Unidos, y tendería la mano a los terroristas palestinos. La acusación de McCain es de largo alcance y si prende puede ser decisiva en la campaña. Los judíos son una pequeña minoría en número en la sociedad norteamericana, pero el lobby judío, las organizaciones que apoyan a Israel y hacen campaña favorable a los políticos que consideran proisraelíes y hostigan a los que no, ejerce una poderosa influencia económica y publicitaria en toda campaña electoral. Y aunque no siempre ganan sus candidatos es seguro que siempre pierden los que considera sus enemigos.

Desde que McCain hizo aquella declaración, el senador Obama se ha multiplicado en desmentidos ante diversas asociaciones judías y proisraelíes, recordando una vez más sus tomas de posición, tanto en la cámara estatal de Illinois como luego en el Senado, a favor de Israel y condenando en términos inequívocos el terrorismo de Hamás. Y también repitiendo que, aunque su padre fuera musulmán, su madre lo educó como cristiano, al igual que ocurrió con su esposa Michelle. Por otra parte, muchos judíos norteamericanos se han manifestado respaldando sus afirmaciones y desmintiendo las insinuaciones de McCain.

Todo esto es una indicación de que la campaña presidencial será esta vez más virulenta que otras veces. ¿Conseguirá Obama enfrentar exitosamente las guerras sucias lanzadas contra él? Yo creo que sí, aunque sin duda le va a costar trabajo y no puede permitirse cometer un solo error. Mi optimismo no se basa tanto en las encuestas, como en la actitud que hasta ahora mantiene entre las llamaradas de mugre y de insidia que han encendido a su alrededor. No ha respondido con las mismas armas ni ha descendido al vituperio. Continúa, imperturbable, con su discurso reformista, de ideas, con invocaciones a la unión, rechazando toda forma de sectarismo e intolerancia, y con propuestas concretas y realistas a favor de los débiles, los marginados, los guerreristas y los fanáticos, y una fe contagiosa en las instituciones democráticas. Es verdad que a menudo habla más como un intelectual que como un político profesional, pero eso, por fortuna, en vez de desprestigiarlo, le ha ganado la simpatía y el entusiasmo de millones de sus compatriotas. Su discurso sigue atrayendo sobre todo a los jóvenes, de todas las razas, que acuden por millares a trabajar como voluntarios en todo el país, fortaleciendo una maquinaria que ha probado tener una eficacia contundente. Esperemos que las campañas de guerra sucia no prevalezcan y, por una vez, el idealismo y los principios derroten a las maniobras de los políticos.


© Mario Vargas Llosa, 2008. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2008.

domingo, 4 de mayo de 2008

El cuarto poder

La conclusión a la que llega el visitante del Newseum, un nuevo museo en Washington dedicado a la prensa, es que en Estados Unidos se goza de una libertad extraordinaria para criticarlo todo

En el Newseum, el museo dedicado al periodismo recién abierto en Washington DC, cada mañana se pueden leer las primeras páginas de los 80 periódicos más importantes del mundo, transmitidas por satélite al espectacular edificio -un monumento a la tecnología- levantado en la Pennsylvania Avenue, a medio camino entre la Casa Blanca y el Capitolio, y a un paso de los principales museos de la ciudad -la National Gallery, el Museo de la Ciencia, el Hirshhorn Museum, el Smithsonian-, además de la más grande biblioteca del mundo, la Library of Congress.

El Newseum tiene méritos suficientes para alternar con aquellas instituciones, la cara más culta y civilizada de este país. Empezando la visita por el sexto piso y bajando hasta el sótano, el visitante recibe un curso gráfico y caudaloso de la evolución de la información, desde los tiempos primitivos -los tambores africanos, los quipus incaicos, las tabletas de arcilla babilónicas y los pergaminos egipcios- hasta la revolución audiovisual de nuestros días, que, al decir de Octavio Paz, nos ha hecho por fin contemporáneos de todos los hombres.

El museo está maravillosamente concebido y presentado, y las dos o tres horas que toma recorrerlo permiten conocer apenas la punta del iceberg de las posibilidades que encierran sus reparticiones. En cada una de ellas, uno puede pasarse muchas horas -días enteros- escuchando los más famosos programas de radio o de televisión dedicados a los grandes acontecimientos políticos y sociales de las últimas décadas -la revolución bolchevique, la subida de Hitler al poder, la Larga Marcha de Mao, los avatares de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial, la guerra fría, el crash del año 29, el asesinato de los Kennedy, la crisis de los cohetes, el viaje al espacio, la caída del muro de Berlín, y los atentados terroristas de Nueva York, Madrid y Londres, entre otras centenas de episodios que marcaron su tiempo y fueron los más significativos de la transeúnte actualidad-. Los descubrimientos científicos y los hechos culturales destacados tienen también un espacio importante según aparecieron en las informaciones y debates que suscitaron en la prensa. Por momentos, se tiene la impresión del infinito, de que nadie podrá nunca agotar toda esta oceánica riqueza.

La experiencia es fascinante y aleccionadora. Por si alguien todavía no lo sabe, el periodismo, bautizado como el cuarto poder del Estado con cierta modestia -en algunas circunstancias se convierte en el primero-, ha sido, en su mejor expresión, un factor esencial de progreso y modernización, dinamitando prejuicios y aboliendo ignorancias que impedían la comunicación entre culturas, países e individuos, y contribuyendo de manera decisiva a denunciar y poner fin, o al menos atenuar, a injusticias e iniquidades como la esclavitud, el racismo, la xenofobia, y, en general, los crímenes y atropellos contra los derechos humanos, así como a impulsar la cultura democrática, ejercitando la libertad de información y el derecho de crítica. Una de las secciones más emotivas del museo está dedicada a las mujeres y hombres que, practicando su profesión, fueron secuestrados, encarcelados, torturados y asesinados en los cinco continentes. Se trata de una estadística abierta -se renueva cada día- que, en vez de disminuir, se ha ido acrecentando en los últimos años.

El Newseum no escamotea el aspecto negativo y siniestro que también tiene el periodismo, sobre todo en nuestro tiempo: el hacer pasar gato por liebre, la ficción como realidad, la mentira por hecho consumado. Uno siente escalofríos cuando descubre que periódicos tan prestigiosos como The New York Times, The Washington Post y The New Republic -yo he colaborado en los tres y padecido las enloquecedoras "verificaciones" a que sus editores someten cada artículo- pudieron ser engañados, a veces a lo largo de años, por astutos plumíferos que fabricaron informaciones y se las arreglaron para filtrar mentiras en sus páginas sin ser detectados. Pero, a mi juicio, el museo no pone suficiente énfasis en el fenómeno del amarillismo y el sensacionalismo, que es ahora el cáncer de la prensa, principalmente en las sociedades abiertas. Es verdad que dedica algunas vitrinas a diarios y revistas, y unos cuantos programas de radio y de televisión, especializados en esta degeneración periodística -una verdadera plaga que infecta la información en nuestros días-, que arrolla la vida privada y los derechos individuales, explota los peores instintos, banaliza la vida y la encanalla mudándola en pura chismografía, pero el Newseum presenta este fenómeno como algo pintoresco y marginal y no como lo que es, un hecho neurálgico de la realidad periodística contemporánea.

Además de instructivo, el Newseum tiene algo de parque de atracciones y va a competir exitosamente con otra de las mejores diversiones que ofrece la capital norteamericana: el Museo de Aeronáutica y del Espacio. Porque en éste también hay películas en cuatro dimensiones que provocan estertores de pánico y alaridos de entusiasmo con sus recreaciones filmadas de las hazañas y tragedias documentadas por eminentes reporteros -como Edward Murrow transmitiendo desde la azotea de un edificio londinense entre el humo y las llamas el bombardeo de la ciudad por la fuerza aérea hitleriana- y millares de fotos y objetos ligados a los más famosos profesionales de la prensa. Aquí se puede contemplar desde la aparatosa maleta y el escritorio portátil que llevaba consigo en sus correrías el ciudadano Tom Paine hasta el automóvil acribillado de balazos en el que fue asesinado un periodista de Arkansas por denunciar las pillerías de una mafia local. Y los cuadernos de notas y las cintas y grabaciones de muchos corresponsales caídos en Filipinas, Vietnam, Bosnia, Centroamérica, Irak, o que murieron aplastados entre los escombros cuando informaban el 11 de septiembre sobre la voladura de las Torres Gemelas de Wall Street por los fanáticos islamistas.

La mañana que pasé en el Newseum me ha confirmado, de manera abrumadora, algo que adiviné cuando era todavía un mocoso que acababa de pasar del pantalón corto al largo, y me atreví a comunicarle a mi padre que había decidido ya no ser marino sino periodista: que, después de la literatura, no hay actividad o profesión más apasionante que el periodismo. Ninguna que haga vivir tanto la vida como una permanente aventura, que exponga a quien lo practica a tantas experiencias sobre la condición humana y sus infinitas manifestaciones y ramificaciones, y que eduque mejor y de manera tan vívida sobre las grandezas y miserias de la historia que se va haciendo en nuestro entorno y la levadura que anima la vida de las naciones y los individuos.

Por obvias e inevitables razones, el Newseum está centrado principalmente en la experiencia estadounidense y, aunque en sus nutridas salas figuran también bastantes aspectos del periodismo europeo, asiático y latinoamericano -el africano brilla por su ausencia-, en lo que concierne a estas regiones, queda todavía mucho por mostrar.

Una conclusión se impone al visitante, cuando, en esta mañana de primavera fría y lluviosa, termina la visita: a lo largo de la historia, el periodismo en los Estados Unidos ha gozado de una libertad extraordinaria para criticarlo todo, sin eufemismos ni pelos en la lengua. No hay país que se haya sometido a una autocrítica semejante. No siempre fue fácil. Hubo muchas batallas y obstáculos en el camino, pero, aun en los períodos más difíciles -los años del macartismo, por ejemplo, o el recientísimo de los escándalos de Abu Ghraib y Guantánamo-, siempre aparecieron órganos de prensa y periodistas que se enfrentaron a los intentos de censura del Gobierno o de los poderes fácticos -las fuerzas armadas, las corporaciones, las iglesias, los sindicatos-, y fueron a pelear a los tribunales y la justicia terminó dándoles la razón. No es difícil establecer un vínculo entre este hecho -el de haber tenido un periodismo independiente y crítico a lo largo de toda su historia-, y ser Estados Unidos uno de los escasísimos países del mundo que puede jactarse de no haber padecido nunca un dictador. Porque la ecuación es infalible: el grado de libertad de que goza la información es un reflejo inequívoco de la libertad que existe en el conjunto de la sociedad, y viceversa. Se trata de una regla que no tiene excepciones.


© Mario Vargas Llosa, 2008. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL. 2008

sábado, 3 de mayo de 2008

Jodorkovski en Siberia

El antiguo patrón de la petrolera Yukos sufre un duro castigo por su quimérica pretensión de intervenir en la política rusa como crítico y opositor democrático del nuevo zar, Vladimir Putin

Tal como van las primarias, es muy posible que los candidatos a la Presidencia de Estados Unidos sean los senadores Barack Obama, por el Partido Demócrata, y John McCain por el Republicano. Y, si es así, qué duda cabe que las polémicas en la campaña serán afiebradas, dadas las discrepancias que mantienen sobre la guerra en Irak, la política económica, la seguridad social y muchos otros temas. Pero, por lo menos en uno, su coincidencia es total, y es seguro que cualquiera que resulte triunfador interpondrá sus buenos oficios para que el Gobierno ruso cese, o por lo menos atenúe, el encarnizamiento con que persigue al antiguo dueño de la compañía petrolera Yukos, Mijáil Jodorkovski, ahora sepultado en una cárcel de Siberia. En efecto, el 18 de noviembre de 2005, McCain y Obama presentaron en el Senado de Estados Unidos una resolución que fue aprobada por unanimidad contra las condenas de Jodorkovski y su socio Platón Lébedev que, según aquel texto, recordaban las peores prácticas judiciales de la era soviética.

Confieso que hasta hace poco no tenía la menor simpatía por Mijáil Jodorkovski de cuyo caso sabía muy poco y al que, de manera vaga, asociaba a los antiguos burócratas comunistas que, en la época de Yelstin, se vendieron a sí mismos, en una mascarada de privatización, las industrias que administraban, volviéndose de este modo millonarios de la noche a la mañana.

Pero un artículo de André Glucksmann en Le Monde y las referencias que en él se hacían a declaraciones de dos grandes luchadoras democráticas rusas, Elena Bonner-Sajarov y la asesinada periodista Anna Politkóvskaya sobre este caso, me pararon las orejas y me llevaron a investigar. Ahora creo que los tres tenían razón y que los castigos y atropellos judiciales de que es víctima el antiguo patrón de Yukos no tienen nada que ver con los delitos económicos que pudo cometer en la actividad empresarial que lo convirtió por un tiempo en el hombre más rico de Rusia, y sí, en cambio, con los apoyos que prestó a instituciones y partidos políticos de corte demócratico, a organizaciones de derechos humanos, a sus intentos de introducir en sus empresas métodos de apertura y transparencia a la usanza occidental y, sobre todo, a su pretensión -quimérica, dadas las circunstancias de su país- de intervenir en la política rusa como crítico y opositor del nuevo zar, Vladimir Putin.

Su historia es novelesca. Nacido en 1963, fue líder del Komsomol (juventudes comunistas) mientras estudiaba Ingeniería. Durante la perestroika comenzó a hacer negocios, abriendo primero una cafetería y luego un comercio que importaba computadoras y mercancías de lujo. Sus ganancias le permitieron abrir un pequeño banco en 1988, que, gracias a su empeño y a sus influencias políticas, creció como la espuma. En 1995 realizó la compra de Yukos, por unos 350 millones de dólares. Dos años después, el valor de Yukos se había multiplicado a nueve mil millones. Era la época de esa orgía de privatizaciones luctuosas en la agonizante URSS y quién puede dudar que esta operación sólo pudo ser posible gracias a tráficos y privilegios de índole política.

Ahora bien, si los orígenes de la enorme fortuna que alcanzó con sus empresas son sospechosas, y acaso delincuenciales, como los de todas las grandes fortunas que surgieron en Rusia de la noche a la mañana en la behetría de la transición de la Unión Soviética a la Rusia actual, todos los testimonios que he podido consultar señalan que Jodorkovski, una vez al frente de Yukos, introdujo una gestión moderna, publicando balances rigurosos, revelando los nombres de sus accionistas, pagando impuestos y distribuyendo dividendos. Estas prácticas le permitieron entablar relaciones estrechas con grandes compañías occidentales, con las que inició operaciones conjuntas. Al ser detenido, negociaba una fusión de Yukos con la Exxon Mobile.

A la vez, empezó a financiar órganos de prensa y centros de información independientes, fundaciones dedicadas a los derechos humanos, organizaciones políticas de índole democrática y liberal e hizo saber -fue, sin duda, su delito capital- que tenía la intención de participar en política activa oponiéndose a Putin, cuyas decisiones y úcases contra empresarios criticó abiertamente. Mientras algunos de éstos, como Boris Berezovsky, presintiendo lo que se venía, huían al extranjero, Jodorkovski hizo saber que no abandonaría Rusia porque no tenía nada que reprocharse desde el punto de vista legal.

Así le fue. Meses antes de las elecciones de 2004 a las que quería presentarse, en octubre del 2003 fue arrestado y acusado de fraude y de haber evadido mil millones de dólares en impuestos. En mayo de 2005, luego de una mascarada de juicio en el que los abogados de la defensa fueron acosados por las autoridades y, a menudo, impedidos incluso de asistir a las sesiones del tribunal, lo condenaron a ocho años de cárcel. Enviado a Siberia y puesto por largos períodos en situación de confinamiento, fue víctima de un extraño intento de homicidio por otro recluso que intentó clavarle un cuchillo en la garganta. Cuando cumplió la mitad de la pena y, según la legislación rusa, podía salir en libertad condicional, ésta le fue denegada y la fiscalía se apresuró a acusarlo de nuevo, ahora por malversación y lavado de dinero, imputaciones por las que podría ser condenado a 22 años más de prisión.

Entretanto el Gobierno de Putin se había incautado de Yukos y llevado a la más próspera empresa petrolera rusa a orillas de la extinción, con el fin de concentrar en el Estado todo el control de la energía, el principal instrumento de influencia y coerción con que cuenta Putin frente a sus vecinos en particular y a Europa en general. El hombre más rico de Rusia no quedó reducido a la pobreza extrema, desde luego, pero su astronómica fortuna simplemente se desintegró y, con ella, se encogió considerablemente el sector privado de la economía rusa.

La situación de Jodorkovski en la prisión siberiana de Chita donde languidece, y en la que, a menos que la presión internacional consiga salvarlo, acaso deje los huesos, se halla cerca de la frontera con Mongolia y las condiciones de los presos son durísimas. El hostigamiento a sus abogados es sistemático y los permisos de visita reducidos a una hora. Una de las razones esgrimidas por la justicia para negarle la libertad condicional fue que durante los paseos en la prisión se negaba a llevar las manos unidas a la espalda. Hasta el momento, todas las protestas de gobiernos e instituciones -entre ellos los de la canciller Angela Merkel y el presidente Bush-, de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, del Senado de Estados Unidos, del Parlamento Europeo, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y de innumerables Colegios de Abogados e instituciones de derechos humanos, han sido inútiles.

El caso Jodorkovski ilustra bastante bien la trágica historia contemporánea de su país. Luego de setenta años de autoritarismo dictatorial y economía estatizada el sistema comunista se desplomó por implosión interna y lo sucedió no la libertad sino el libertinaje y la anarquía. En esta situación de caos institucional, desintegración del orden público y colapso de la economía, proliferaron las mafias y el gangsterismo, la corrupción se generalizó, surgieron fortunas vertiginosas y los niveles de vida, ya mediocres o ínfimos de una mayoría de ciudadanos, empeoró a la vez que la desaparición del orden y de la seguridad pública creaban las condiciones propicias para un nuevo autoritarismo. Es lo que trajeron Vladimir Putin y su rosca de antiguos compañeros de la más eficiente (y repelente) supervivencia de la vieja URSS: el KGB, la policía política. La inexperiencia y el desorden en que vivía hizo que el pueblo ruso viera en el nuevo autócrata a su salvador y aceptara con beneplácito el nuevo régimen.

En la nueva Rusia de Vladimir Putin no ha muerto el capitalismo ni mucho menos. Hay muchos empresarios que hacen grandes negocios. Pero a condición de ser dóciles y trabajar en estrecha complicidad con el poder político, que es, ahora, como en todas las sociedades autoritarias, la fuente del éxito y del fracaso de una empresa, algo que depende de los privilegios que concede el poder y no del favor del público consumidor. Y para que no lo olviden, y, sobre todo, para que no vayan a experimentar esa forma de locura que es querer actuar libremente y hasta intervenir en política, ahí está el insensato de Mijáil Jodorkovski, helándose a 40 grados bajo cero, durmiendo en una tarima de madera y preguntándose sin duda por qué maldita suerte la realidad rusa -comunista o capitalista- se parece tanto a las pesadillas de Dostoyevski.


© Mario Vargas Llosa, 2008. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2008.

Tambores de guerra

Chávez aprovecha la crisis provocada por la incursión colombiana en un campamento de las FARC en territorio de Ecuador para mantener la zona al rojo vivo

El incidente fronterizo entre Colombia y Ecuador, ocurrido a raíz de la incursión militar colombiana en un campamento de las FARC situado en territorio ecuatoriano, debería eclipsarse pronto con las excusas formales del Gobierno colombiano y el acuerdo propiciado por la OEA (Organización de Estados Americanos) para evitar en el futuro episodios semejantes. Pero cabe que no sea así, por la intromisión en el asunto del mandatario venezolano, Hugo Chávez, el gran desestabilizador de América Latina.

En efecto, a Chávez le viene como anillo al dedo el conflicto y tratará de mantenerlo al rojo vivo. Desde el referéndum que perdió, su impopularidad en su propio país no hace más que crecer, al mismo tiempo que la inflación, el desabastecimiento alimenticio y la corrupción, que golpean sin misericordia a aquellos sectores venezolanos más pobres que en un principio eran su principal apoyo. En estas condiciones, nada tan oportuno como un conflicto bélico que permita a su Gobierno efusiones efervescentes de patriotismo a fin de crear artificialmente la unidad nacional. Y que tenga entretenidas a unas Fuerzas Armadas en las que jamás prendió la prédica ideológica de Chávez a favor del "Socialismo del Siglo XXI" y cuya lealtad, ahora vacilante, ha conseguido sobre todo sobornando a su cúpula.

No se explica de otra manera a cuento de qué el caudillo venezolano se precipitó a atizar el fuego de aquel episodio que tuvo lugar a muchos cientos de kilómetros de las fronteras venezolanas, a lanzar sus habituales amenazas e insultos contra el mandatario colombiano Álvaro Uribe y a ordenar, ante las cámaras de la televisión, con gesto musoliniano, a su ministro de Defensa: "¡A ver, póngame de inmediato diez batallones en la frontera con Colombia!".

Las payasadas del mandatario venezolano son pintorescas, pero, en este caso, también preocupantes. Pues, en la actualidad se trata, políticamente hablando, de un animal herido, que se siente cada vez más rechazado por su pueblo y totalmente incapaz de revertir una crisis económica y social desatada por su ignorancia y megalomanía. En esas circunstancias no se puede descartar que reabra la crisis, directamente, o a través del Gobierno ecuatoriano del presidente Correa, quien, a juzgar por su errático comportamiento desde el inicio de este conflicto -aceptando en un principio las excusas y explicaciones del presidente Uribe y, luego, escalando las protestas y magnificando lo sucedido-, después de mantener una cierta independencia, parece haberse resignado a integrar también, junto con el boliviano Evo Morales y el nicaragüense Daniel Ortega, la cofradía de vasallos políticos de Hugo Chávez.

Pese a las FARC y al narcotráfico, Colombia es una democracia que ha resistido una embestida feroz contra su sistema político, de dos poderosos movimientos subversivos, apoyados por la industria de la droga más rica de América Latina, y por la Cuba de Fidel Castro y la Venezuela de Chávez. Con el Gobierno de Álvaro Uribe, el más popular que ha conocido Colombia en varias décadas, la narcoguerrilla ha comenzado a ceder el terreno y el pueblo colombiano a perder el miedo y a recuperar la esperanza. Eso hace de Uribe un ejemplo odiado por quienes quisieran, como Chávez, convertir a América Latina en una sociedad comunista a la manera de Cuba o en ese galimatías socialista y bolivariano en que él ha transformado a Venezuela.

Lo extraordinario de esta historia es que sea Colombia el país que Chávez y Correa han querido poner en la picota internacional como "violador de la soberanía territorial" de un vecino. Si de violaciones territoriales se trata, el comandante Hugo Chávez debería estar entre rejas hace muchos años. Nadie, ni siquiera Fidel Castro en los sesenta, en el apogeo de su mesianismo revolucionario, ha pisoteado de manera tan burda la soberanía de los demás países latinoamericanos, financiando movimientos y candidatos extremistas, publicaciones revolucionarias, subvencionando huelgas y paros armados, y, como ha hecho con las FARC y el ELN colombianos, concediendo "santuarios" a los movimientos subversivos, que éstos aprovechan para curar a sus heridos, dar descanso a sus tropas, o refugiarse cuando se ven en peligro. En los documentos hallados en el campamento de las FARC recién destruido, aparecen pruebas, según ha ofrecido mostrar el Gobierno colombiano, de que los narcoterroristas colombianos han recibido ya, de Hugo Chávez, 300 millones de dólares. ¿No son ésas violaciones descaradas y flagrantes de la soberanía de un país vecino?

La indignación del presidente Correa ante la incursión militar colombiana tiene asidero, sin duda: es grave que ocurra y la comunidad civilizada internacional ha hecho bien en censurarla. Pero, ¿es menos tolerable que un movimiento subversivo y narcoterrorista, como las FARC, tenga "santuarios" estables en territorio ecuatoriano, enclaves extraterritoriales que lo pongan a salvo de las acciones del gobierno democrático que está tratando de derribar? Eso es lo que mostraba ser, en las imágenes, el campamento donde murieron Raúl Reyes y la veintena de miembros de las FARC.

Lo menos que se puede decir en este caso es que el presidente Correa y su Gobierno, tan escrupulosos en la defensa de la soberanía ecuatoriana, debían de serlo, también, no permitiendo actos inamistosos contra su vecino como el establecimiento de campamentos subversivos a lo largo de su frontera. Porque, una de dos: o no están en condiciones de impedir que las FARC hagan de las suyas en territorio ecuatoriano, y en ese caso no pueden quejarse de que el Gobierno colombiano actúe como lo ha hecho en su legítima defensa, o lo están, y no quieren hacerlo, por temor, prudencia o por complicidad con la subversión.

La soberanía territorial debe ser respetada, desde luego. Pero, por todos los gobiernos, empezando por el del comandante Chávez. Porque el efecto desestabilizador de sus intromisiones -a golpe de los petrodólares del desventurado pueblo venezolano que él derrocha para hacer realidad sus sueños hegemónicos bolivarianos- están causando mucho daño a los países que tratan de fortalecer sus instituciones y luchan contra el subdesarrollo respetando la libertad y la legalidad.

Después de Colombia, otro de los objetivos prioritarios del caudillo llanero es el Perú, cuya democracia le molesta. Ya en las últimas elecciones trató de imponer a un candidato afín a sus delirios ideológicos, que por fortuna los electores rechazaron (pero no por muchos votos). Desde entonces, su larga mano y su dinero están detrás de toda la violencia social que los grupúsculos extremistas desatan en el Perú, manipulado a los sectores marginales y desfavorecidos con huelgas, levantamientos, paros y toma de locales y empresas que sólo sirven para retrasar el desarrollo y paralizar la vida económica del país. Las casas de ALBA, que el Gobierno de Chávez ha sembrado por toda la sierra peruana, están lejos de ser esas instituciones humanitarias que pretenden: en verdad son focos activos de propaganda revolucionaria cuyo objetivo es socavar en los sectores campesinos y marginales toda forma de adhesión al sistema democrático y ganar adeptos para las fuerzas que se empeñan en derribarlo.

El efecto más pernicioso del incidente ecuatoriano-colombiano es que va a dar un nuevo impulso al armamentismo en América Latina, de manera que preciosos recursos de los países latinoamericanos se gasten comprando aviones, tanques, misiles, etcétera, que nos defiendan del "peligro exterior". Peligrosísimo juego que, además de un derroche insano, puede, en un momento de desvarío nacionalista, provocar otra de esas hecatombes que han ensangrentado nuestra historia.


© Mario Vargas Llosa, 2008. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2008.

El último maldito

Muchos se resisten a reconocer el talento de Céline por sus simpatías hitlerianas, pero nadie como él describió con intuición genial esta humanidad obtusa y estúpida

Curioso por el entusiasmo que despertó en Onetti, sobre el que escribo un ensayo, la primera novela de Céline, he vuelto a leer -¡después de casi medio siglo!- al último escritor "maldito" que produjo Francia. Como escribió panfletos antisemitas y fue simpatizante de Hitler, muchos se resisten a reconocer el talento de Louis-Ferdinand Céline (1894-1961). Pero lo tuvo, y escribió dos obras maestras, Viaje al final de la noche (1932) y Muerte a crédito (1936), que significaron una verdadera revolución en la narrativa de su tiempo. Luego de estas dos novelas su obra posterior se desmoronó y nunca más despegó de esa pequeñez y mediocridad en que viven, medio asfixiados y al borde de la apoplejía histérica, todos sus personajes.

En aquellas dos primeras novelas lo que destaca es la ferocidad de una postura -la del verboso narrador- que arremete contra todo y contra todos, cubriendo de vituperios y exabruptos a instituciones, personas, creencias, ideas, hasta esbozar una imagen de la sociedad y de la vida como un verdadero infierno de malvados, imbéciles, locos y oportunistas, en el que sólo triunfan los peores canallas y donde todo está corrompido o por corromper. El mundo de estas dos novelas, narradas ambas en primera persona por un Ferdinand que parece ser el mismo (en Muerte a crédito cuenta su niñez y adolescencia hasta que se enrola en el Ejército y, en El viaje al final de la noche, su experiencia de soldado en la Primera Guerra Mundial, sus aventuras en el África y en Estados Unidos y su madurez de médico en los suburbios de París), sería intolerable por su pesimismo y negrura, si no fuera por la fuerza cautivadora de un lenguaje virulento, pirotécnico y sabroso que recrea maravillosamente el argot popular y finge con éxito la oralidad, y por el humor truculento e incandescente que, de tanto en tanto, transforma la narración en pequeños aquelarres apocalípticos. Estas dos novelas de Céline, más que para ser leídas, parecen escritas para ser oídas, para entrar por los oídos de un lector al que los dichos, exclamaciones, improperios y metáforas del titi parisién de los suburbios le sugieren todo el tiempo un gran espectáculo sonoro y visual a la par que literario. Qué oído fantástico tuvo Céline para detectar esa poesía secreta que escondía la jerga barriobajera enterrada bajo su soez vulgaridad y sacarla a la luz hecha literatura.

No hay un solo personaje entrañable en estas novelas, ni siquiera alguno que merezca solidaridad y compasión. Todos están marcados por el resentimiento, el egoísmo y alguna forma de estupidez y de vileza. Pero todos imantan al lector, que no puede apartar los ojos -los oídos- de sus disparatadas y sórdidas peripecias, sobre todo cuando hablan. El menos repelente de todos ellos es, sin duda, el astronauta e inventor de Muerte a crédito, Courtial des Pereires -una versión gangsteril y diabólica del tierno Silvestre Paradox de Pío Baroja-, que luego de estafar a media Francia con sus delirantes invenciones y sus exhibiciones aerostáticas, termina descerrajándose un escopetazo en la boca que lo convierte en una masa gelatinosa que pringa las últimas cincuenta páginas de la novela y hasta a los lectores los ensucia de pestilentes detritus humanos. No creo haber leído jamás unas novelas que se sumerjan tanto y con semejante placer y regocijo en la mugre humana, en toda ella, desde las funciones orgánicas hasta los vericuetos más puercos de los bajos instintos.

Siempre se ha dicho que el Céline político sólo apareció después de escribir sus dos primeras novelas, cuando su antisemitismo lo llevó a excretar Bagatelles pour une masacre y otros repugnantes panfletos de un racismo homicida. Pero la verdad es que, aunque, en términos estrictamente anecdóticos, estas novelas no desarrollen temas políticos, ambas constituyen una penetrante radiografía del contexto social en que el nazismo y el fascismo echaron raíces en Europa en los primeros años del siglo veinte. El mundo que Céline describió en sus novelas no es el de la burguesía próspera, ni el de la desfalleciente aristocracia, ni el de los sectores obreros de lo que, a partir de aquellos años, se llamaría el cinturón rojo de París. Es el de los pequeños burgueses pobres y empobrecidos de la periferia urbana, los artesanos a los que las nuevas industrias están dejando sin trabajo y empujando a convertirse en proletarios, los empleados y profesionales que han perdido sus puestos y clientes o viven en el pánico constante de perderlos, los jubilados a los que la inflación encoge sus pensiones y condena a la estrechez y al hambre. El sentimiento que prevalece en todos esos hogares modestos, donde los apuros económicos provocan una sordidez creciente, es la inseguridad. La sensación de que sus vidas avanzan hacia un abismo y que nada puede detener las fuerzas destructoras que los acosan. Y, como consecuencia, esa exasperación que posee a hombres y mujeres y los induce a buscar chivos expiatorios contra la condición precaria y miedosa en la que transcurre su existencia. Bajo las apariencias ordenadas de un mundo que guarda las formas, anidan toda clase de monstruos: maridos que se desquitan de sus fracasos golpeando a sus mujeres, empleados y policías coloniales que maltratan con brutalidad vertiginosa a los nativos, el odio al otro -sea forastero al barrio, o de distinta raza, lengua o religión-, el abuso de autoridad, y, en el ánimo de esos espíritus enfermos, en resumen, la secreta esperanza de que algo, alguien, venga por fin a poner orden y jerarquías a pistoletazos y carajos en este burdel degenerado en que se ha convertido la sociedad.

Todos estos personajes son nacionalistas y provincianos en el peor sentido de estas palabras: porque no ven ni quieren ver más allá de sus narices. Como el Ferdinand Bardamu de El viaje al final de la noche pueden recorrer el África negra y vivir en Estados Unidos, o, como el Ferdinand de Muerte a crédito pasar cerca de dos años en Inglaterra. Inútil: no entenderán ni aprenderán nada sobre los otros porque, por prejuicio, desgana o desconfianza, son incapaces de abrirse a los demás y salir de sí mismos. Por eso, regresarán a su suburbio aldeano, a su campanario, como si nunca lo hubieran abandonado. No saben nada de lo que ocurre más allá de su entorno porque no quieren saberlo: como si romper las celdas en que se han encerrado por el miedo crónico en que viven, fuera a hacerlos más vulnerables a esos misteriosos enemigos de que se sienten rodeados. Pocos escritores han descrito mejor que Céline ese espíritu tribal que es el peor lastre que arrastra una sociedad que intenta progresar y dejar atrás los prejuicios y hábitos reñidos con la modernidad. En Céline no hay la menor intención crítica frente a esta humanidad obtusa y estúpida que describió con intuición genial. Para él, el mundo es así, los seres humanos están hechos de ese apestoso barro y nada ni nadie los mejorará.

Céline pertenecía a este mundillo y nunca salió de él. Por sus simpatías hitlerianas, al final de la guerra huyó a Alemania tras los nazis que escapaban de París y, luego de un peregrinaje patético que narró en unas seudo novelas que no son ni sombra de las dos primeras que escribió, terminó en una cárcel danesa. Dinamarca se negó a extraditarlo argumentando que si lo entregaba a Francia no tendría un juicio imparcial y sería poco menos que linchado. (Estuvo a punto de ser asesinado durante la ocupación por un comando de la resistencia en el que, por lo menos eso juraba él, participó el escritor Roger Vailland). En 1953, fue amnistiado y pudo regresar a París. Volvió a la banlieu donde acostumbraba jugar a la pétanque con amigos de su barrio. Jamás se arrepintió de nada. Poco antes de morir concedió una entrevista en la televisión a Roger Stéphane. Nunca he olvidado esa cara del viejo Céline con la barba crecida y sus ojos enloquecidos, clavados en el vacío, mientras, apretando su puñito esquelético, su vocecita cascada rugía, frenética, ante la cámara: "¡Cuando los amarillos entren a Bretaña, ustedes, franceses, reconocerán que Céline tenía razón!".


© Mario Vargas Llosa, 2008. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL. 2008.