domingo, 16 de diciembre de 2007

El dictador en el banquillo

Es indispensable que el juicio en Perú a Alberto Fujimori se desarrolle con la máxima transparencia, para que sea instructivo y sirva de antídoto a potenciales aspirantes a dictadores


"A Fujimori se le acusa de dos crueles asesinatos colectivos cometidos durante su Gobierno"

"El proceso dará origen a una controversia sobre los alcances de la lucha contra el terrorismo"


Parecía imposible pero ha ocurrido: Alberto Fujimori Fujimori, que durante diez años gobernó el Perú con la brutalidad de las peores satrapías de la historia, está ahora en el banquillo de los acusados para responder por sus delitos ante la Corte Suprema de la República. En el primero de los juicios que se le siguen, por allanar ilegalmente el piso de la esposa de su cómplice Vladimiro Montesinos, disfrazando a uno de sus colaboradores militares de fiscal, en busca de los vídeos de la corrupción que podían comprometerlo, el martes 11 de diciembre fue condenado a 6 años de cárcel y a una reparación civil de 400 mil soles. Y la víspera, 10 de diciembre, se inició el mega juicio en el que el Fiscal Supremo ha pedido para él, por su responsabilidad en dos de los más crueles asesinatos colectivos cometidos durante su Gobierno, los de Barrios Altos y La Cantuta, 30 años de cárcel y el pago de 100 millones de soles.

Es la primera vez en la historia del Perú, y creo que en América Latina, que un Gobierno democrático, siguiendo los procedimientos legales y respetando las garantías que establece el Estado de derecho, juzga a un ex dictador por los crímenes y robos que cometió en el ejercicio arbitrario del poder. Fujimori no podrá ser juzgado por todas las faltas y agravios que abultan su prontuario; sólo por aquellos que la Corte Suprema de Chile admitió en la sentencia que permitió que el ex dictador fuera extraditado al Perú. Pero aun así, este puñado de asesinatos, tráficos y violaciones a los derechos humanos son un diáfano muestrario de los horrores que vivieron los peruanos entre 1990 y 2000 y más que suficientes para que el ex mandatario pase un buen número de años en la cárcel, al igual que Vladimiro Montesinos y el general Hermoza Ríos, ex comandante general del Ejército, el trío que diseñó y puso en marcha la "guerra de baja intensidad" para poner fin a las acciones apocalípticas de Sendero Luminoso.

¿Se hará verdaderamente justicia y el proceso y la sentencia serán probos y rectilíneos? El Poder Judicial tiene muy mala fama en el Perú y el fujimorismo, aunque en repliegue, cuenta con abundantes medios de coerción y reservas económicas producto del saqueo de los recursos públicos -el Perú ha repatriado apenas unos 250 millones de dólares de los cientos y acaso miles de millones mal habidos- pero tirios y troyanos reconocen que la Sala de la Corte Suprema que juzga a Fujimori, presidida por un prestigioso penalista, el doctor César San Martín, parece capaz y de fiar. Es indispensable que el juicio se desarrolle con la máxima transparencia, para que lo que resulte de él sea verdaderamente instructivo y sirva de antídoto a potenciales aspirantes a dictadores. Hay cerca de 150 periodistas extranjeros siguiendo las sesiones, que se transmiten por televisión, de modo que la opinión pública podrá juzgar por sí misma si los jueces actúan con imparcialidad y competencia.

El proceso dará origen a una interesante controversia sobre los alcances y límites de la lucha contra el terrorismo y la subversión, pues la línea de defensa del ex dictador es que si se cometieron "execrables excesos" en la guerra contra Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru), ellos se debieron al contexto de violencia enloquecida que generaron en el país los secuestros, asesinatos, coches-bomba y atentados ciegos contra la población civil, de ambas organizaciones terroristas cuyas víctimas, decenas de miles, eran en su inmensa mayoría ciudadanos sin militancia política, sacrificados por el fanatismo.

¿Es lícito combatir el terror con el terror? Protagonista central de este proceso será el Grupo Colina, comando secreto constituido por el régimen fujimorista desde el año 1991 con miembros de las fuerzas armadas y bajo el mando de un militar especializado en inteligencia, el mayor Santiago Martín Rivas, ahora en prisión al igual que buen número de sus subordinados, para ejecutar operaciones especiales -torturas, asesinatos, desapariciones, secuestros y acciones de intimidación- contra los terroristas y sus reales o supuestos cómplices, a fin de desalentar la colaboración de la población civil con los movimientos subversivos.

Una de las peores fechorías del Grupo Colina fue la matanza de los Barrios Altos, en Lima, la noche del 3 de noviembre de 1991, en la que este comando exterminó a balazos a quince personas -once hombres, tres mujeres y un niño de nueve años- que celebraban una "pollada" en un modesto piso supuestamente para recaudar fondos a favor de Sendero Luminoso. Ni siquiera es seguro que todos los asesinados fueran miembros o simpatizantes del movimiento terrorista, sólo dos de ellos parecen haber tenido contactos con la izquierda revolucionaria, de modo que la salvaje matanza inmoló sobre todo a inocentes. El mayor Martín Rivas, en una entrevista que concedió en la clandestinidad -antes de ser capturado- al periodista Umberto Jara, explicó que aquella operación no quería capturar terroristas, sino hacer llegar "un mensaje" a Sendero Luminoso: "Te golpeo en el lugar que te escondes. Ya sabemos que las polladas y los heladeros son tus disfraces".

La otra matanza materia de este juicio, la de la Universidad Enrique Guzmán y Valle, llamada La Cantuta, tuvo lugar en la madrugada del 18 de julio de 1992. En este caso, la intervención del Ejército fue más explícita, pues soldados de la División de Fuerzas Especiales, que dirigía el general Luis Pérez Document -ahora también preso- rodearon el local de la Universidad mientras los integrantes del Grupo Colina, enmascarados, entraban a uno de los dormitorios y secuestraban a nueve alumnos y un profesor a los que exterminaron a balazos en Huachipa, a donde trasladaron a los detenidos en un camión transporta soldados de aquel mismo cuerpo militar. La aparición de aquellos cadáveres mutilados, carbonizados y enterrados en bolsas y cajas de zapatos, descubiertos gracias a la pesquisa de unos periodistas temerarios, provocó un gran escándalo en el Perú y empezó a socavar la popularidad de que gozaba todavía la dictadura.

¿Hasta qué punto estuvo personalmente involucrado Fujimori en estas matanzas? ¿Las ordenó? ¿Fue informado de ellas por Montesinos y el general Hermoza y contribuyó a cubrirlas y a garantizar la impunidad para los ejecutores? Eso es lo que este juicio debe dilucidar. El ex dictador sostiene, claro está, que él no sabía nada, que todos esos crímenes se cocinaban en el secreto y que ni siquiera se enteró de la existencia del Grupo Colina. Pero abundan los testimonios de los propios implicados -jefes y ejecutores de los crímenes- afirmando que aquellas operaciones formaban parte de una rigurosa estrategia de guerra clandestina contra el terror concebida y ordenada por el vértice mismo de la jerarquía militar cuyo jefe supremo, según la Constitución, es el presidente de la República. Parece difícil, por decir lo menos, que en un régimen tan vertical y personalizado como el que estableció la dictadura fujimorista pudieran operar motu proprio, sin el aval de la jerarquía máxima, comandos de oficiales en ejercicio, que utilizaban una infraestructura militar en todos los pasos que daban, para cometer acciones en las que ponían en juego su carrera profesional y su libertad.

En todo caso, lo cierto es que la famosa "guerra de baja intensidad" contribuyó, tanto como los horrendos crímenes de Sendero Luminoso, a llenar de cadáveres, de desaparecidos, de mutilados y de miedo y odio al Perú de los años noventa. Cerca de 70.000 peruanos murieron o desaparecieron en esa contienda, la inmensa mayoría de ellos gentes humildes y desvalidas cuya desgracia fue estar allí, en medio de dos terrores, formando parte de esa anónima masa a la que "terroristas" y "contraterroristas" enviaban mensajes en forma de balazos y explosivos para mostrarles quién era más cruel y desalmado. La mejor demostración de que esa estrategia era no sólo inmoral e inaceptable en una sociedad democrática, sino también contraproducente, es que la operación decisiva que quebró a Sendero Luminoso y precipitó su desintegración no fueron las matanzas del Grupo Colina, sino la captura de Abimael Guzmán y casi todo su Comité Central, llevada a cabo por un grupo de policías dirigido por el general Antonio Ketín Vidal y el coronel Benedicto Jiménez, valiéndose de los métodos más modernos de rastreo y seguimiento, sin torturar ni matar a nadie y sin siquiera disparar un tiro.

El juicio a Fujimori debe durar unos ocho o diez meses. El Perú, que políticamente ha dado en el pasado tantos espectáculos penosos -cuartelazos, demagogos, políticas insensatas- merece ahora que la opinión pública internacional se interese en lo que aquí ocurre, no sólo por los excelentes índices de crecimiento de su economía y su estabilidad institucional, sino por este juicio a un ex dictador, ejemplo altamente civilizado para esta América que, como escribió Germán Arciniegas, todavía se debate entre la libertad y el miedo.

© Mario Vargas Llosa, 2007. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2007.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Los ojos del bosque

Recorrer la célebre creación de Agustín Ibarrola, en el valle de Oma, proporciona una aventura cultural, espiritual y artística. Propia del País Vasco, una de las regiones más cultas de Europa

Para los cazadores, caminantes o extraviados forasteros que recorrían las boscosas colinas y montañas que cercan al valle de Oma, en los alrededores de Guernica, en el País Vasco, debió ser una menuda sorpresa, en los años ochenta, encontrarse de pronto, entre los altos pinos de una cumbre y sus laderas, a un hombre de boina inevitable, menudo, nervioso y de ojos incandescentes, yendo y viniendo entre el barro y la hojarasca, observando y como midiendo o interrogando el espacio entrecortado por gruesos troncos o, encaramado en lo alto de una escalerilla tarzanesca de ramas y de lianas, sumido en una profunda meditación.

Para entonces, Agustín Ibarrola había dejado ya atrás los cincuenta años, pero cada vez que trepaba a aquel monte -y lo hacía muchas veces, incluso a diario, con sol o con lluvia, de mañana, de tarde y hasta de noche, temblando pero decidido a vivir de cerca, como un indefenso primitivo, la impresión del aguacero, los truenos y los rayos en medio de la soledad y los árboles- recuperaba su juventud y su infancia y volvía a vivir una experiencia que había marcado su memoria acaso con más fuerza que ninguna otra, incluida la de los años que pasó en la cárcel por su militancia antifranquista: la visita a las cuevas vecinas de Santimamiñe y las pinturas rupestres que atestiguan la existencia de comunidades humanas en la región hace veinte mil años. Es una impresión que, descrita por él, produce cierto escalofrío, porque tiene, por encima del entusiasmo estético, algo de revelación mística o de viaje iniciático, de reencuentro mágico con los ancestros que, en los albores de la prehistoria, pintaban palotes, animales y símbolos en las rocas para expresar su indefensión, sus ilusiones y su terror. En sus peregrinaciones cotidianas, a lo largo de años, a aquellos pinares del valle de Oma, Agustín Ibarrola hacía algo más que compenetrarse en cuerpo y alma con el paisaje de su tierra y buscar en la naturaleza una fuente de inspiración para su arte: retomar el contacto aquel, ese milagroso diálogo celebrado aquella vez en las cuevas de Santimamiñe con los milenarios pobladores de la región que vivían no en la historia sino en el mito, no todavía en la razón y el conocimiento sino en el instinto y el pálpito, la magia y la adivinación.

De todo ello da testimonio feliz ese Bosque de Oma que figura entre las más célebres realizaciones de Agustín Ibarrola. Algunos lo llaman el "bosque pintado", equivocación garrafal porque esa denominación sugiere que el artista ha utilizado los árboles del pinar como una tela o una madera, una simple base para levantar sobre ella un mundo propio. Lo que allí ha conseguido realizar es más bien lo contrario: a través de una delicada y amorosa aproximación, valiéndose de unos pinceles y colores que acarician y convocan en vez de añadir, sacar a la superficie de aquellos troncos y cortezas lo que de un modo difícil de racionalizar, pero no de sentir, estaba ya implícito en ellos, una escondida espiritualidad, una esencia. Esos trazos son un llamado y una respuesta. Por eso, recorriendo este bosque, nos sentimos vistos y observados, como si los ojos que Ibarrola ha delineado sólo hubieran puesto en evidencia esos sentidos avizores, acerados, curiosos e impertinentes de sus pobladores. Esos árboles hablan, se animan, viven, lanzan mensajes, y, por supuesto, como anhelaba quien los sometió a aquella ceremonia encantatoria, nos relacionan con la lejanísima humanidad que en aquellos tiempos no se había desprendido aún del todo de la naturaleza, unos hombres y mujeres que apenas empezaban a entenderse entre ellos con gruñidos y gestos y estaban todavía más cerca del mono, el oso, el río y el árbol de lo que hoy llamamos seres humanos.

Recorrer el bosque encantado de Oma es una aventura cultural y espiritual a la vez que artística, un retorno inquietante a los orígenes de la civilización y una exploración de esa vida primaria que también alienta en nosotros por debajo de todas las capas de conocimientos, ideas, creencias, convicciones e instituciones con las que el progreso y la historia han ido vistiendo al hombre contemporáneo. Aquí, entre estos pinos, por unas horas, recobramos la desnudez primitiva, sensaciones e imágenes que debieron acompañar también a aquellos hermanos del taparrabo y el garrote cuando tronaba el cielo y unas víboras de fuego bajaban de las nubes a incendiar el bosque. Ibarrola ha conseguido con esos trazos de colores convertir a ese monte en un caleidoscopio histórico, en el que presente y pasado se confunden como una unidad indisoluble, queda abolido el tiempo y por un instante nos sobrecoge de pavor esa palabra terrible: eternidad.

Llamarlo bosque encantado sí le va de maravilla. Porque no encierra uno sino muchos espectáculos, según la perspectiva desde la cual se lo observe. Uno de sus encantos es advertir que todo lo que vemos -que creíamos ver- va transformándose y moviéndose con nosotros, cambiando de faz y de significado a medida que lo miramos de frente o al sesgo o por detrás. Lo importante es saber que los colores, las manchas y las rayas representan siempre conjuntos, unidades gregarias, como en la época de los tótems, cuando el individuo aún no existía y era sólo una pieza de la tribu. Vistos así, como unidades colectivas, despliegan mejor su gracia y fantasía: las bandadas de aves que lo cruzan, las formaciones de guerreros o cazadores que se aprestan a actuar, el estremecimiento del rayo, la fraternidad del arco iris. Por supuesto que hay otras lecturas, las que, por ejemplo, da el propio Ibarrola: el homenaje a la Mezquita de Córdoba y su bosque de columnas, los diseños geométricos que recuerdan a Malevich. Una obra artística lograda genera innumerables evocaciones, según las épocas, las culturas y las personas. A mí, los árboles del Bosque de Oma me llevaron a las grandes llanuras amazónicas, a las aldeas aguarunas y huambisas del Alto Marañón, a un pueblecito de los shapras donde vi al perro de un enemigo de la tribu encarcelado y vigilado en tanto que su dueño discurría libre y sin molestias entre sus captores. Y al museo de Rotterdam donde estuve toda una tarde perdido en la selva de planos y ángulos del universo pesadillesco de Piet Mondrian y su helada recusación de la civilización industrial.

He venido este fin de semana al País Vasco para asistir a una representación de Aída, en Bilbao, dentro del marco del ambicioso proyecto "Tutto Verdi", concebido por la Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera, atizado por el crítico Juan Ángel Vela del Campo (otro bilbaíno de pro) y apoyado con entusiasmo por el Ayuntamiento y la sociedad civil de la ciudad, que consiste en montar, a lo largo de quince años, toda la obra operística del compositor italiano, además de ciclos de conferencias, exposiciones, charlas y publicaciones. Ni en su país ni en parte alguna se va a celebrar con tanta inteligencia, buen gusto y generosidad a uno de los grandes creadores de nuestro tiempo. Casi todas las veces que he venido al País Vasco -y han sido muchas- mi visita ha sido inducida, como ésta, por un motivo de alta civilización. Para mí, esta región de España es una de las más cultas y artísticas de Europa. Me lo repito cada vez que vengo y gozo en sus museos por los que desfila la vanguardia y la pos vanguardia del planeta, y en sus festivales de cine, de jazz, de danza, de música clásica o moderna donde se puede ver y oír lo mejor de lo mejor, o en sus exquisitos restaurantes donde se degustan manjares que atraen a los golosos de medio mundo. Y cada vez he podido charlar y gozar con gente refinada, hospitalaria y cosmopolita a más no poder, enamorada de las ideas y de las artes y los libros, que, como en este almuerzo en el caserío de Agustín y Mari-luz Ibarrola, rodeados de sus hijos -uno de ellos, José, también pintor- y nietos, me han hecho sentir que, contra todas las apariencias, el mundo es bueno y sano y la vida vale la pena de ser vivida.

Y cada vez me pregunto, apenas subo al coche que me regresa a Madrid y que pronto comenzará a escalar los montes arbolados hacia la meseta castellana: "¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que este admirable, hermoso, cultivado país, el de Chillida, el de Ibarrola, el de Unamuno, el de Baroja, el de Savater, el de Jon Juaristi, el del "Tutto Verdi", el del Bosque de Oma, sea también ciudadela del nacionalismo, la más anacrónica y oscurantista ideología de nuestro tiempo? ¿Y cómo explicarse que a la vez que produce tantas cosas bellas y sensatas, genere aberraciones horribles como esos comandos terroristas de ETA, que matan, ponen bombas y siembran odio y miedo a su alrededor, y que han atacado ya en varias oportunidades el Bosque Encantado destruyendo con hachas decenas de pinos y pintarrajeando centenares de otros con espumarajos retóricos que piden la muerte para su creador?". No tiene explicación plausible. Es uno de esos pavorosos enigmas que Georges Bataille señaló tan bien cuando dijo que en el ser humano los peores antagonismos se conjugan y funden.

© Mario Vargas Llosa, 2007. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2007.