La palabra de moda en América Latina es liberal. Se la oye por todas partes, aplicada a los políticos y a las políticas más disímiles. Pasa con ella lo que, en los sesenta, con las palabra socialista y social, a las que todos los políticos y los intelectuales se arrimaban, pues, lejos de ellas, se sentían en la condición de dinosaurios ideológicos. El resultado fue que corno todos eran socialistas o, por lo menos, sociales —socialdemócratas, social cristianos, social progresistas— aquellas palabras se cargaron de imprecisión. Representaban tal mezcolanza de ideas, actitudes y porqués que dejaron de tener una significación precisa y se volvieron estereotipos que adornaban las solapas oportunistas de gentes y partidos empeñados en “no perder el tren de la historia” (según la metáfora ferrocarrilera de Trotsky).
Hoy se llama liberal a la política de Collor de Mello, que puso a la economía brasileña más trabas que púas tiene un puercoespín, y a la de Salinas de Gortari, que ha destrabado la de México, sí, pero preside un régimen seudodemocrático en el que el partido gobernante perfeccionó a tales extremos sus técnicas para perpetuarse en el poder que, por lo visto, ya ni siquiera necesita amañar las elecciones para ganarlas. Si creemos a los medios de comunicación, son liberales los gobiernos de Menem en Argentina y de Paz Zamora en Bolivia, el de Carlos Andrés Pérez en Venezuela y el de Violeta Chamorro en Nicaragua y así sucesivamente. Todos somos liberales, pues. Lo que equivale a nadie es liberal. Para algunos, liberal y liberalismo tienen una exclusiva connotación económica y se asocian a la idea del mercado y la competencia. Para otros es una manera educada de decir conservador, e incluso troglodita. Muchos no tienen la menor sospecha de lo que se trata, pero comprenden, eso sí, que son palabras de fogosa actualidad política, que hay, por tanto, que emplear (exactamente como en los cincuenta había que hablar de compromiso; en los sesenta, de alineación; en los setenta, de estructura, y en los ochenta de perestroika).
Si uno quiere ser entendido cada vez que emplea los vocablos liberal y liberalismo conviene que los acompañe de un predicado especificando qué pretende decir al decirlos. Ello es necesario para salir al fin del embrollo político-lingüístico en el que hemos vivido gran parte de nuestra vida independiente. Y porque América Latina tiene, una vez más, la posibilidad de enmendar el rumbo y —aunque ello suene a frase hecha— convertirse en un continente de países que prosperan porque han hecho suya la cultura de la libertad. Esto es ahora menos imposible que hace unos años, porque el rechazo a las dictaduras y al utopismo revolucionario ha echado raíces en amplios sectores, que ven en los regímenes civiles, la libertad de prensa y las elecciones, la mejor defensa contra los abusos a los derechos humanos, la censura, las desapariciones, el terrorismo revolucionario o del Estado, la simple preponderancia de quienes mandan y la mejor esperanza de bienestar.
Pero la democracia política no garantiza la prosperidad. Y cuando, como ocurre en la mayoría de los países latinoamericanos, coexiste con economías semiestatizadas, intervenidas por todas clases de controles, donde proliferan el rentismo, las prácticas monopólicas y el nacionalismo económico —esa versión mercantilista del capitalismo que es la única que han conocido nuestros pueblos— ella puede significar más pobreza, discriminación y atraso de los que trajeron las dictaduras, Para que, además de la libertad política que tenemos, nuestras flamantes democracias nos traigan también justicia y progreso —oportunidades para todos y gran movilidad social— necesitamos una reforma que reconstruya desde sus cimientos nuestras instituciones, nuestras ideas y nuestras costumbres. Una reforma no socialista, ni socialdemócrata, ni socialcristiana, sino liberal. Y la primera condición para que ello pueda ser realidad es tener claro qué aleja o aproxima a ésta, de aquellas opciones.
Las primeras lecciones de liberalismo yo las recibí de mi abuelita Carmen y mi tía abuela Elvira, con quienes pasé mi infancia. Cuando ellas decían de alguien que era un liberal, lo decían con un retintín de alarma y de admonición. Querían decir con ello que esa persona era demasiado flexible en cuestiones de religión y de moral, alguien que, por ejemplo encontraba lo más normal del mundo divorciarse y recasarse, leer las novelas de Vargas Vila y hasta declararse libre pensador. La suya era una versión más restringida, latinoamericana y decimonónica de lo que es un liberal. Porque los liberales del siglo XIX, en América Latina, fueron individuos y partidos que se enfrentaban a los llamados conservadores en nombre del laicismo. Combatían la religión de Estado y querían restringir el poder político y a veces económico de la Iglesia, en nombre de un abanico de mentores Ideológicos —desde Rosseau y Montesquieu hasta los jacobinos— y enarbolaban las banderas de la libertad de pensamiento y de creencia, de la cultura laica, contra el dogmatismo y el oscurantismo de la ortodoxia religiosa.
Hoy podemos damos cuenta que, en esa batalla de casi un siglo, tanto liberales como conservadores quedaron entrampados en un conflicto monotemático excéntrico a los grandes problemas: ser adversarios o defensores de la religión católica Así contribuyeron decisivamente a desnaturalizar las palabras, las doctrinas y valores implícitos a ellas con que vestía sus acciones políticas. En muchos casos excluido el tema de la religión, conservadores y liberales fueron índiferenciables en todo lo demás y, principalmente, en sus políticas económicas, la organización del Estado, la naturaleza de las instituciones y la centralización del poder (que ambos fortalecieron de manera sistemática siempre). Por eso, aunque en esas guerras interminables, en ciertos países ganaron los unos y en otros los otros, el resultado fue más o menos similar: un gran fracaso nacional. En Colombia, los conservadores derrotaron a los liberales. Y en Venezuela estos a aquellos y eso significó que la Iglesia católica ha tenido en este último país menos influencia política y social que en aquél. Pero en todo lo demás, el resultado no produjo mayores beneficios sociales ni económicos ni a unos ni a otros, cuyo atraso y empobrecimiento fueron muy semejantes (hasta la explotación del petróleo en Venezuela, claro está).
Y la razón de ello es que los liberales y conservadores latinoamericanos fueron ambos tenaces practicantes de esa versión arcaica —la oligárquica y mercantilista— del capitalismo, a la que, precisamente, la gran revolución liberal europea transformó de raíz. Al extremo de que, en muchos países, como el Perú, fueron los conservadores, no los liberales, quienes dieron las medidas de mayor apertura y libertad, en tanto que en la economía estos practicaron el intervencionismo y el estatismo.
Lo cierto es que el pensamiento liberal estuvo siempre contra el dogma —contra todos los dogmas, incluido el dogmatismo de ciertos liberales— pero no contra la religión católica ni ninguna otra y que más bien la gran mayoría de filósofos y pensadores del liberalismo fueron y son creyentes y practicantes de alguna religión. Pero si se opusieron siempre a que, identificada con el Estado, la religión se volviera obligatoria: es decir, que se privara al ciudadano de aquello que para el liberalismo es el más preciado bien: la libre elección. Ella está en la raíz del pensamiento liberal, así como el individualismo, la defensa del Individuo singular de ese espacio autónomo de la persona para decidir sus actos y creencias que se llama soberanía, contra los abusos y vejámenes que pueda sufrir de parte de otros individuos o de parte del Estado, monstruo abstracto al que el liberalismo, premonitoriamente, desde el siglo XVIII señaló como el gran enemigo potencial de la libertad humana al que era imperioso limitar en todas sus Instancias para que no se convirtiera en un Moloch devorador de las energías y movimientos de cada ciudadano.
Si la preocupación respecto al dogmatismo religioso ha quedado anticuada desde una perspectiva latinoamericana, en la que un laicismo que no dice su nombre avanza a grandes zancadas desde hace décadas, la crítica del Estado grande como fuente de injusticia e ineficiencla de la doctrina liberal tiene en nuestros países vigencia dramática. Unos más, unos menos, todos padecen un gigantismo estatal del que han sido tan responsables nuestros llamados liberales como los conservadores. todos contribuyeron a hacerlo crecer, extendiendo sus funciones y atribuciones, cada vez que llegaban al gobierno, porque, de ese modo, pagaban a su clientela, podían distribuir prebendas y privilegios, y, en una palabra, acumulaban más poder.
De ese fenómeno han resultado muchas de las trabas para la modernización de América Latina: el reglamentarismo asfixiante, esa cultura del trámite que distrae esfuerzos e inventivas que deberían volcarse en crear y producir, la inflación burocrática que ha convertido a nuestras instituciones en paquidermos ineficientes y a menudo corrompidos; esos vastos sectores públicos expropiados a la sociedad civil y preservados de la competencia, que drenan inmensos recursos a la sociedad, pues sobreviven gracias a cuantiosos subsidios y son el origen del crónico déficit fiscal y su correlato: la Inflación.
El liberalismo está contra todo eso, pero no está contra el Estado, y en eso se diferencia del anarquismo, que quisiera acabar con aquél. Por el contrario, los liberales que no sólo aspiran a que sobrevivan los estados sino a que ellos sean Io que precisamente no son en América Latina: fuertes, capaces de hacer cumplir las leyes y de prestar aquellos servicios, como administrar Justicia y preservar el orden público, que les son inherentes. Porque existe una verdad poco menos que axiomática —muy difícil de entender en países de tradición centralista y mercantilista: que mientras más grande es el Estado, es más débil, más corrupto y menos eficaz.
Es lo que pasa entre nosotros. El Estado se ha arrogado toda clase de tareas, muchas de las cuales estarían mejor en manos particulares, como crear riqueza o proveer seguridad social. Para ello ha tenido que establecer monopolios y controles que desalientan la iniciativa creadora del individuo y desplazan el eje de la vida económica del productor al funcionario, alguien que, dando autorizaciones y firmando decretos, enriquece, arruina o mantiene estancadas a las empresas. Este sistema enerva la creación de riqueza, pues lleva al empresario a concentrar sus esfuerzos en obtener prebendas de poder político, a corromperlo o aliarse con él, en vez de servir al consumidor. Pero además, el mercantilismo provoca una progresiva pérdida de legitimidad de ese Estado al que el grueso de la población percibe como una fuente continua de discriminación o Injusticia.
Este es el motivo de la creciente informalización de la vida y de la economía que experimentan todos nuestros países. Si la legalidad se convierte en una maquinaria para beneficiar a unos y discriminar a otros. Si solo el poder económico o el político garantizan el acceso al mercado formal, es lógico que quienes no tienen ni uno ni otro trabajen al margen de las leyes y produzcan y comercien fuera de ese exclusivo club de privilegiados que es el orden legal. Las economías Informales parecieron durante mucho tiempo un problema No lo son, sino, más bien, una solución primitiva y salvaje, pero una solución, al verdadero problema; el mercantilismo, esa forma atrofiada del capitalismo, resultante del sobredimensionamiento estatal. Esas economías informales son la primera forma —y es significativo que sean una creación de los marginados y pobres— aparecida en nuestros países de una economía de libre competencia y de un capitalismo popular.
Este es el más arduo reto de la opción liberal en América Latina: adelgazar drásticamente al Estado, ya que ésta es la más rápida manera de tecnificarlo y de moralizarlo. No solo se trata de privatizar las empresas públicas devolviéndolas a la sociedad civil; de poner fin al reglamentarismo kafkiano y a los controles paralizantes y al régimen de subsidios y de concesiones monopólicas y, en una palabra, de crear economías de mercado de reglas claras y equitativas, en las que el éxito y el fracaso no dependen del burócrata, sino del consumidor. Se trata, sobre todo, de desestatizar unas mentalidades acostumbradas por la práctica de siglos —pues esta tradición se remonta hasta los Imperios prehispánicos colectivistas en los que el individuo era una sumisa función en el engranaje Inalterable de la sociedad— a esperar de algo o de alguien —el emperador, el rey, el caudillo o el gobierno— la solución de sus problemas, una solución que tuvo siempre la forma de la dádiva.
Sin esa desestatización de la cultura y la psicología, el liberalismo será letra muerta en nuestros países.
Debemos recobrar una independencia mental que hemos venido perdiendo a causa del parasitismo y de la pasividad que engendran las prácticas mercantilistas. Solo cuando a esta actitud la remplace el convencimiento de que la solución de los problemas básicos es, ante todo, responsabilidad propia, reto al esfuerzo y la creatividad de cada cual, la opción liberal habrá echado raíces hondas y comenzará a ser cierta la revolución de la libertad en América Latina.
Hoy se llama liberal a la política de Collor de Mello, que puso a la economía brasileña más trabas que púas tiene un puercoespín, y a la de Salinas de Gortari, que ha destrabado la de México, sí, pero preside un régimen seudodemocrático en el que el partido gobernante perfeccionó a tales extremos sus técnicas para perpetuarse en el poder que, por lo visto, ya ni siquiera necesita amañar las elecciones para ganarlas. Si creemos a los medios de comunicación, son liberales los gobiernos de Menem en Argentina y de Paz Zamora en Bolivia, el de Carlos Andrés Pérez en Venezuela y el de Violeta Chamorro en Nicaragua y así sucesivamente. Todos somos liberales, pues. Lo que equivale a nadie es liberal. Para algunos, liberal y liberalismo tienen una exclusiva connotación económica y se asocian a la idea del mercado y la competencia. Para otros es una manera educada de decir conservador, e incluso troglodita. Muchos no tienen la menor sospecha de lo que se trata, pero comprenden, eso sí, que son palabras de fogosa actualidad política, que hay, por tanto, que emplear (exactamente como en los cincuenta había que hablar de compromiso; en los sesenta, de alineación; en los setenta, de estructura, y en los ochenta de perestroika).
Si uno quiere ser entendido cada vez que emplea los vocablos liberal y liberalismo conviene que los acompañe de un predicado especificando qué pretende decir al decirlos. Ello es necesario para salir al fin del embrollo político-lingüístico en el que hemos vivido gran parte de nuestra vida independiente. Y porque América Latina tiene, una vez más, la posibilidad de enmendar el rumbo y —aunque ello suene a frase hecha— convertirse en un continente de países que prosperan porque han hecho suya la cultura de la libertad. Esto es ahora menos imposible que hace unos años, porque el rechazo a las dictaduras y al utopismo revolucionario ha echado raíces en amplios sectores, que ven en los regímenes civiles, la libertad de prensa y las elecciones, la mejor defensa contra los abusos a los derechos humanos, la censura, las desapariciones, el terrorismo revolucionario o del Estado, la simple preponderancia de quienes mandan y la mejor esperanza de bienestar.
Pero la democracia política no garantiza la prosperidad. Y cuando, como ocurre en la mayoría de los países latinoamericanos, coexiste con economías semiestatizadas, intervenidas por todas clases de controles, donde proliferan el rentismo, las prácticas monopólicas y el nacionalismo económico —esa versión mercantilista del capitalismo que es la única que han conocido nuestros pueblos— ella puede significar más pobreza, discriminación y atraso de los que trajeron las dictaduras, Para que, además de la libertad política que tenemos, nuestras flamantes democracias nos traigan también justicia y progreso —oportunidades para todos y gran movilidad social— necesitamos una reforma que reconstruya desde sus cimientos nuestras instituciones, nuestras ideas y nuestras costumbres. Una reforma no socialista, ni socialdemócrata, ni socialcristiana, sino liberal. Y la primera condición para que ello pueda ser realidad es tener claro qué aleja o aproxima a ésta, de aquellas opciones.
Las primeras lecciones de liberalismo yo las recibí de mi abuelita Carmen y mi tía abuela Elvira, con quienes pasé mi infancia. Cuando ellas decían de alguien que era un liberal, lo decían con un retintín de alarma y de admonición. Querían decir con ello que esa persona era demasiado flexible en cuestiones de religión y de moral, alguien que, por ejemplo encontraba lo más normal del mundo divorciarse y recasarse, leer las novelas de Vargas Vila y hasta declararse libre pensador. La suya era una versión más restringida, latinoamericana y decimonónica de lo que es un liberal. Porque los liberales del siglo XIX, en América Latina, fueron individuos y partidos que se enfrentaban a los llamados conservadores en nombre del laicismo. Combatían la religión de Estado y querían restringir el poder político y a veces económico de la Iglesia, en nombre de un abanico de mentores Ideológicos —desde Rosseau y Montesquieu hasta los jacobinos— y enarbolaban las banderas de la libertad de pensamiento y de creencia, de la cultura laica, contra el dogmatismo y el oscurantismo de la ortodoxia religiosa.
Hoy podemos damos cuenta que, en esa batalla de casi un siglo, tanto liberales como conservadores quedaron entrampados en un conflicto monotemático excéntrico a los grandes problemas: ser adversarios o defensores de la religión católica Así contribuyeron decisivamente a desnaturalizar las palabras, las doctrinas y valores implícitos a ellas con que vestía sus acciones políticas. En muchos casos excluido el tema de la religión, conservadores y liberales fueron índiferenciables en todo lo demás y, principalmente, en sus políticas económicas, la organización del Estado, la naturaleza de las instituciones y la centralización del poder (que ambos fortalecieron de manera sistemática siempre). Por eso, aunque en esas guerras interminables, en ciertos países ganaron los unos y en otros los otros, el resultado fue más o menos similar: un gran fracaso nacional. En Colombia, los conservadores derrotaron a los liberales. Y en Venezuela estos a aquellos y eso significó que la Iglesia católica ha tenido en este último país menos influencia política y social que en aquél. Pero en todo lo demás, el resultado no produjo mayores beneficios sociales ni económicos ni a unos ni a otros, cuyo atraso y empobrecimiento fueron muy semejantes (hasta la explotación del petróleo en Venezuela, claro está).
Y la razón de ello es que los liberales y conservadores latinoamericanos fueron ambos tenaces practicantes de esa versión arcaica —la oligárquica y mercantilista— del capitalismo, a la que, precisamente, la gran revolución liberal europea transformó de raíz. Al extremo de que, en muchos países, como el Perú, fueron los conservadores, no los liberales, quienes dieron las medidas de mayor apertura y libertad, en tanto que en la economía estos practicaron el intervencionismo y el estatismo.
Lo cierto es que el pensamiento liberal estuvo siempre contra el dogma —contra todos los dogmas, incluido el dogmatismo de ciertos liberales— pero no contra la religión católica ni ninguna otra y que más bien la gran mayoría de filósofos y pensadores del liberalismo fueron y son creyentes y practicantes de alguna religión. Pero si se opusieron siempre a que, identificada con el Estado, la religión se volviera obligatoria: es decir, que se privara al ciudadano de aquello que para el liberalismo es el más preciado bien: la libre elección. Ella está en la raíz del pensamiento liberal, así como el individualismo, la defensa del Individuo singular de ese espacio autónomo de la persona para decidir sus actos y creencias que se llama soberanía, contra los abusos y vejámenes que pueda sufrir de parte de otros individuos o de parte del Estado, monstruo abstracto al que el liberalismo, premonitoriamente, desde el siglo XVIII señaló como el gran enemigo potencial de la libertad humana al que era imperioso limitar en todas sus Instancias para que no se convirtiera en un Moloch devorador de las energías y movimientos de cada ciudadano.
Si la preocupación respecto al dogmatismo religioso ha quedado anticuada desde una perspectiva latinoamericana, en la que un laicismo que no dice su nombre avanza a grandes zancadas desde hace décadas, la crítica del Estado grande como fuente de injusticia e ineficiencla de la doctrina liberal tiene en nuestros países vigencia dramática. Unos más, unos menos, todos padecen un gigantismo estatal del que han sido tan responsables nuestros llamados liberales como los conservadores. todos contribuyeron a hacerlo crecer, extendiendo sus funciones y atribuciones, cada vez que llegaban al gobierno, porque, de ese modo, pagaban a su clientela, podían distribuir prebendas y privilegios, y, en una palabra, acumulaban más poder.
De ese fenómeno han resultado muchas de las trabas para la modernización de América Latina: el reglamentarismo asfixiante, esa cultura del trámite que distrae esfuerzos e inventivas que deberían volcarse en crear y producir, la inflación burocrática que ha convertido a nuestras instituciones en paquidermos ineficientes y a menudo corrompidos; esos vastos sectores públicos expropiados a la sociedad civil y preservados de la competencia, que drenan inmensos recursos a la sociedad, pues sobreviven gracias a cuantiosos subsidios y son el origen del crónico déficit fiscal y su correlato: la Inflación.
El liberalismo está contra todo eso, pero no está contra el Estado, y en eso se diferencia del anarquismo, que quisiera acabar con aquél. Por el contrario, los liberales que no sólo aspiran a que sobrevivan los estados sino a que ellos sean Io que precisamente no son en América Latina: fuertes, capaces de hacer cumplir las leyes y de prestar aquellos servicios, como administrar Justicia y preservar el orden público, que les son inherentes. Porque existe una verdad poco menos que axiomática —muy difícil de entender en países de tradición centralista y mercantilista: que mientras más grande es el Estado, es más débil, más corrupto y menos eficaz.
Es lo que pasa entre nosotros. El Estado se ha arrogado toda clase de tareas, muchas de las cuales estarían mejor en manos particulares, como crear riqueza o proveer seguridad social. Para ello ha tenido que establecer monopolios y controles que desalientan la iniciativa creadora del individuo y desplazan el eje de la vida económica del productor al funcionario, alguien que, dando autorizaciones y firmando decretos, enriquece, arruina o mantiene estancadas a las empresas. Este sistema enerva la creación de riqueza, pues lleva al empresario a concentrar sus esfuerzos en obtener prebendas de poder político, a corromperlo o aliarse con él, en vez de servir al consumidor. Pero además, el mercantilismo provoca una progresiva pérdida de legitimidad de ese Estado al que el grueso de la población percibe como una fuente continua de discriminación o Injusticia.
Este es el motivo de la creciente informalización de la vida y de la economía que experimentan todos nuestros países. Si la legalidad se convierte en una maquinaria para beneficiar a unos y discriminar a otros. Si solo el poder económico o el político garantizan el acceso al mercado formal, es lógico que quienes no tienen ni uno ni otro trabajen al margen de las leyes y produzcan y comercien fuera de ese exclusivo club de privilegiados que es el orden legal. Las economías Informales parecieron durante mucho tiempo un problema No lo son, sino, más bien, una solución primitiva y salvaje, pero una solución, al verdadero problema; el mercantilismo, esa forma atrofiada del capitalismo, resultante del sobredimensionamiento estatal. Esas economías informales son la primera forma —y es significativo que sean una creación de los marginados y pobres— aparecida en nuestros países de una economía de libre competencia y de un capitalismo popular.
Este es el más arduo reto de la opción liberal en América Latina: adelgazar drásticamente al Estado, ya que ésta es la más rápida manera de tecnificarlo y de moralizarlo. No solo se trata de privatizar las empresas públicas devolviéndolas a la sociedad civil; de poner fin al reglamentarismo kafkiano y a los controles paralizantes y al régimen de subsidios y de concesiones monopólicas y, en una palabra, de crear economías de mercado de reglas claras y equitativas, en las que el éxito y el fracaso no dependen del burócrata, sino del consumidor. Se trata, sobre todo, de desestatizar unas mentalidades acostumbradas por la práctica de siglos —pues esta tradición se remonta hasta los Imperios prehispánicos colectivistas en los que el individuo era una sumisa función en el engranaje Inalterable de la sociedad— a esperar de algo o de alguien —el emperador, el rey, el caudillo o el gobierno— la solución de sus problemas, una solución que tuvo siempre la forma de la dádiva.
Sin esa desestatización de la cultura y la psicología, el liberalismo será letra muerta en nuestros países.
Debemos recobrar una independencia mental que hemos venido perdiendo a causa del parasitismo y de la pasividad que engendran las prácticas mercantilistas. Solo cuando a esta actitud la remplace el convencimiento de que la solución de los problemas básicos es, ante todo, responsabilidad propia, reto al esfuerzo y la creatividad de cada cual, la opción liberal habrá echado raíces hondas y comenzará a ser cierta la revolución de la libertad en América Latina.